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lunes, 21 de marzo de 2016

Vuelvan



Para Ariana, Mico, Gabriel Aron, Gabriel Eekhout, Leslie, Abril, Humberto, Josdaly, Rossi, Álvaro, Eleazar, Leyla, Alejandro, Alejandra, Darwin, Paola Giovanna, Daniela la de Paula, Vicente, Octavio, Francesco, Alexia, Giovanna Crescini, Ainhoa, Thamara, El Mope, Pedro, Lis, Carlos y Luis Revilla, Jean Lárez, Mariana José, Lorenz, Josh, Oney, Arantsa, Daniela Márquez, Irene Schreiber, Jens, Ixchel, Josué, Jessica Ortiz, Jonathan Ortiz, Fernando Quevedo, Capecchi, Ancel, Diana Coromoto, Sofía Alejandra, Fabián, Sofía Ortega, Jingyile (que algún día se irá), Indira, Mario, Oriana Fermín, Ivanna Machado, Marivi, Aniangela, María Bovio, Rosalinda, Daniela Ortiz, Carmela Camacho, Susana Rojas, Leopoldo Plaz, Alice, Luis Miguel Lárez, Cristóbal Rojas, Bea, Amalia, Selman, Isidro, Livingston, Andrea Bermúdez, Indiana, Mauro, Adriana Maulini, Irandy Handschin, Caroline Ebel, Matripa (aplausos), Juliana y Andrea Arévalo, Nicole, Gloxinia, Rosa Iginia, David Pino, Ana Turbay, María Tineo.

Hace minutos corté el teléfono. Hablaba con Betty. Ella en Chicago y yo en Paraguachí. Me decía que esta iba a ser la peor Semana Santa de su vida. Estar sola en casa con apenas un mes de casados y teniendo que trabajar por primera vez en días festivos no iba a ser algo agradable. 

Yo vine a Venezuela un par de semanas por un asunto de trámites. Decidí pasar una semana en Caracas y otra en Margarita. Los trámites se retrasaron una semana más porque decidieron dar toda la Semana Santa como “no laborable”, y mi esposa se tuvo que quedar gracias a la gracia la semana sola.

El día 1 Alejandro me buscó al aeropuerto Santiago Mariño y me llevó a casa de Eleazar. ¡Vamos a beber! Y terminamos siendo nosotros tres y Mario, quien se iba de la isla en dos días. Alejandro celebraba su one-way ticket a Santiago de Chile y Eleazar se daba cuenta de que se iba a ir primero que Alejandro, pero a Buenos Aires. En la piscina sentí un vacío inmenso. No estaba Gabriel. Mi pana. Mi hermano que al llegar a Margarita siempre me hacía sentir en casa. Lo llamamos por WhatsApp y entre chistes en los que decía que iba llegando se me iba a salir una lágrima.

El día 2 fui a comer con Oney a Porlamar. Me contó que le ofrecieron un mejor sueldo a cambio de que firmara un contrato que diga que no se va a ir a vivir fuera de Margarita en 5 años. “No lo pude firmar, yo me quiero ir pronto”, me dijo. Hasta ahora, nunca había pensado cómo sería la isla sin mi amigo.

El dia 3 hablé con Ariana que está en Buenos Aires y que antes vivía en Paraguachí. Extrañé no ir a su casa caminando a beber Ámsterdams y comer ceviche del papá mientras jugábamos Scrabble o veíamos alguna película de Wes Anderson o Spike Jonze. Es mismo día 3 me trajo un taxi por la calle donde vivía ella y Gabriel. Tuve que cerrar los ojos para no llorar.

El día 4 fui al Sambil a esperar a mi mamá que estaba en una conferencia médica. Me fui a pasear por las tiendas a ver si veía a Paola (que ahora está en Italia) o a Paúl (que ahora no trabaja en Tangle) y nada. Caminé solo. Revisé mi agenda de contactos. Y mientras me paraba en amigos que vivían en Margarita para llamarlos, recordaba en qué parte del mundo estaban: Europa, Sudamérica, Panamá, Gringolandia.

El día 4 también fue el día que la mesonera de Hard Rock Café dijo que sabía quién era yo. Y me alegró un poco. “¿Viste, te encontraste a alguien?” Me dijo mi mamá, como si me estuviera consolando una enfermedad. Y así fue que me di cuenta de que sí, me había enfermado de algo, de extrañar a algo que jamás volverá a existir.

El día 4 me encontré con Alejandra y el esposo quienes para mí eran una bandera de construir una familia en Venezuela. Luego de joder con el tema de mi matrimonio y echarles el cuento de la vaina, caímos en el tema del “pa’ cuándo los carajitos”. Alejandra se detuvo toda seria y me vio por encima de los lentes preguntándome si estaba siendo serio “¿Dónde estamos, Moisés?”. Y me dijo que no piensa tener carajitos en Margarita. Que ahora hacen planes para Medellín o Santiago, “lo que salga primero con trabajo”.

El día 5 fue en la playa. Parguito, obvio. Estaba full, como de costumbre. Como en una Semana Santa normal. Salí otra vez con Ale, el esposo y con Eleazar. La pasamos bien, súper de pinga. Hasta que fui a comprar la empanada donde Eudys. “¿Y los muchachos?”, me preguntó la doña. Y aquí hacía referencia a Vicente, Ariana, Chichi, Francesco. Hacía referencia la época del freesbee o la de los tambores. La época en la que la playa era nuestra, porque éramos los locales y con un par de tambores prendíamos la rumba y chapeábamos hablar con un acento margariteño medio forzado para que se notara que éramos de ahí.

El día 5 fue el peor. Uno cuando está lejos sabe que las cosas están mal porque mi mamá dice que no hay agua, que no se consigue papel tualé o que está difícil agarrar autobús porque no hay repuestos y tú más o menos entiendes la situación y te haces una idea. Cuando llegas, te das cuenta de que tú país cambió más de lo que te imaginaste, y bueno, es chimbo que no hay agua, pero digamos, alguna vez en todos los años que viví en Margarita hubo una época en la que no había agua. También hubo épocas en las que se iba la luz mucho. Hubo épocas en las que no se conseguían cosas. En el 2003, por ejemplo, no había Coca Cola. Entonces, digamos, que la situación era manejable. Margarita seguía siendo Margarita, pero si agua o sin luz de a ratos. 

Pero ahora es Margarita sin agua, sin comida, sin papel tualé, sin gente, sin orden, sin estructuras, sin metodologías, sin progreso.

Cuando hablo con Betty y le cuento sobre Margarita, pienso en la Margarita de 2007 o 2008. Pienso en la Margarita de todos montados en la camioneta de Antonelli yendo a Parguito de lunes a lunes. A veces pienso en la Margarita de 2013, donde Amalia me dejaba en mi casa todos los domingos a las 8 de la mañana. Pero también pienso en la Margarita de 1995 en donde vivíamos minados de europeos y canadienses y estaban a punto de construir un monoriel para modernizar la isla. 

Cuando hablo con Betty y le cuento de mi isla, le cuento cosas sin querer que ya no existen. Le cuento cosas que para mí fueron muy importantes como si todavía estuvieran allí. Y ella me cuenta cosas de Uruguay. Y esas cosas de Uruguay que me cuenta todavía existen. Y uno puede ir ahí y tocarlas y verlas, sólo hay que tomar un avión. Sin embargo, ¿cómo le explico si alguna vez viene para acá que la isla que está no es la isla que estaba? ¿Cómo le explico que, como diría Castillo Zapata que dice Baudelaire, de dónde soy lo que queda es el fósil? De donde soy, lo que quedan son las ruinas. Traer a Betty a Margarita, sería como llevarla a un tour de ruinas por Atenas. “Y aquí, querida mía, es donde Zeus se sentaba a leer el periódico mientras Hera le preparaba un guayoyito como le gusta a él”. ¿Cómo le explico a mi esposa que mis ilusiones de que conozca de donde soy, sólo pueden ser posibles si conseguimos una máquina del tiempo?

Entonces, ¿si somos de algo que ya no existe, de dónde somos? ¿Somos venezolanos mitológicos o como un ente errante por el mundo cuya realidad dejo de existir?

Por otro lado, ¿qué pasa si volvemos? ¿Qué pasa si un día decidimos todos volver a llenar la isla como era antes? Y llenamos las cuadras con nosotros, con nuestra alegría y nuestro trabajo, con nuestra margariteñidad. ¿Qué pasaría si volvemos y lo arreglamos? ¿Cómo serían ahora nuestras vidas si todos volviéramos a estar aquí? ¿Cómo serían nuestras vidas si no nos hubiéramos ido nunca y el desastre no hubiera pasado?


A una semana de irme a vivir fuera del país, tengo las bolas de decirles que vuelvan. Que no se vayan de la isla para siempre. Que la isla los extraña. Que nos extraña. Que nos va a extrañar. Que los extraño. Mucho. Que las ruinas que quedan de lo que fuimos son pocas, pero es lo único que queda del “de donde somos”. Que tenemos que conservar nuestras fósiles. Que no nos dejemos absorber por el mito. Que revivamos. Que recordemos. Que volvamos algún día. Por partes. Así como nos fuimos. Volvamos por ratos. Volvamos con nuestros hijos. Así sea un segundo. Así sea un ida por vuelta. Así sea para el check-in. Pero volvamos. No se vayan para siempre, porque si ustedes ya no se acuerdan que son de aquí, porque si ustedes ya no son de aquí, porque si sus ruinas ya no están aquí, yo ya tampoco sabré de dónde es que soy.





jueves, 24 de diciembre de 2015

De cómo boté mi maleta mi primer día en Corea del Sur

Mi mamá tenía la razón: soy un caídodelamata.

Un mes antes, me volvía encontrar con Andrew en Minneapolis. Le conté que me iba a Seúl por unas semanas. Y él me dijo que “qué arrecho, marico”, que él tenía allá a su amiga Patricia, que le iba a mandar noséquévaina conmigo.

Jinhee y yo nos conocimos en Portland, Oregon, en el verano. Yo organiza un evento de Couchsurfing para pasar el International Beer Festival “hanging out” con alguna gente que apareciera por ahí, y ella iba de paso a visitar a unos panas de San Francisco y a darle una vuelta a la Costa Oeste gringa. Así fue como por Couchsurfing nos conocimos, nos hicimos burdepanas y me invitó a Seúl a ver cómo o mataba tigres dando clases de español o acababa los trapos y ya para el diciembre. 

El pasaje salió pingadebarato, más que ir a Venezuela. Así que después de meditarlo con la almohada, dije sí va, marico. Salí de Chicago con escala en Los Ángeles (5 horas) y después para Pekín (13 horas) y de ahí con los “layovers” terminé llegando al aeropuerto de Incheon 25 horas después todo jetlageado, o sea, con pinga de sueño.

La vaina es que uno no va a Asia todos los días. Tipo que no vas a llegar y acostarte a dormir. O sea, llegas a Asia y, marico, lo que haces es ir a darle duro a la rumba de guanfor. Entonces, tipo que llego al aeropuerto y leo el mensaje que me mandó Jinhee cuando estaba en EEUU todavía. Traduzco del inglés: “Marico, no te voy a ir a buscar al aeropuerto porque me sale pinga de caro ir para esa verga, pero, huevón, agarra la camionetica 6020, apenas salgas de Incheon. Ese bicho te va a pasear por Seúl un pelo, pero te bajas en ‘National University of Education’, ahí te estoy esperando yo, apenas tú llegues, y de ahí le damos para case unos panas por ahí por Gangnam”.

 Un mes antes, otra vez en Minneapolis, Andrew me dice que marico, Seúl es la ciudad más segura del mundo. Que el bicho había dejado su celular en el metro un día y que apareció que si a las horas. Que se lo encontró un coreano del coño y el bicho tipo que por el historial del GPS y la verga que graba el Google Maps consiguió dónde era el hostal donde se estaba quedando Andrew y le devolvió la vaina. Así, a ese nivel. Entonces, yo, todo venezolano emocionado por probar la verga dije algo así tipo, nojodacoñoelamadre, ojalá una verga así me pasara a mí. Pero de pana que no lo dije en serio, ¿verdad? O sea, de pana no quería botar mi maleta, pues. Lo dije tipo “Ojalá me ganara el Kino”, tipo como una vaina que dice todo el mundo, pero de pana no espera que pase.

De vuelta a Seúl, agarré la camionetica 6020. Era una camionetica con aire y vaina, tipo las que uno agarra cuando viene de Maiquetía para Parque Central. La única diferencia es que esta bicha venía con calefacción y que tenía una pantalla que te venía diciendo en coreano e inglés dónde coño más o menos iba uno. Tipo que te dijera “next stop is Gato Negro, be ready to bajartedelbus”. 

Así fue como cuando pegado a la ventana, medio babeando la vaina viendo los edificios de la capital de Corea, como un carajito que nunca ha salido de Antolín del Campo, escuché que el altavoz con voz de Siri con acento coreano viene y dice “Next stop is National University of Education”. Entonces, marico, apreté el botón rojo que decía “request stop” y piré de la verga esa.

Me bajé de la camionetica y me enfrenté a un frío medio chicaguense. Tipo unos cero grados y vaina. Me puse mis guantes y verga, cogí aire y sentí un ardor en mi estómago. Un hambre descomunal de esas que te dan cuando pasas más de 24 horas en aeropuertos comiendo comida de mierda.

Entonces caminé hasta la entrada de la estación de metro y con mi morralito me senté a esperar a Jinhee. Cuando la chama llegó, lo primero que me dijo fue “marico, ¿eso es todo lo que traes, huevón?” señalando mi inexistente equipaje. Y yo no pude sino pensar: “¡Ve la verga, ve! Ya la estoy cagando”.

Así fue como me acordé de Andrew. De Minneapolis. De cómo él botó su celular en el metro. De cómo yo boté mi pasaporte (¿Ya leíste el post anterior, no?), de cómo había decidido dejar el alcohol un pelo para no tener más blackouts y tripear de manera más consciente. Me acordé inmediatamente de mi mamá, de mi hermana, de Nataly, de mi tía, de toda mi familia. De mi fiesta de 25 años donde todo se quedó en casa de Josh. Me imaginé el peo que me armaría mi mamá si hubiera viajado conmigo y yo hubiera dejado mi maleta de 23 kilos en el bus. 

Me acordé del regalo que Andrew le había mandado a Patricia y que el regalo estaba en mi maleta. Me acordé también de cuando fui al Walgreens en Chicago, pasé por la sección de viajes y dije así todo confiado súper pajúo “yo no le voy a poner candado a mi maleta, ni que estuviera en Venezuela, chia”. Todo por no pagar cinco piazo’e dólares.

Entonces, resolvimos la vaina así. Jinhee se metió en “Naver” (porque aquí la gente no usa Google) y buscó el número de la compañía de autobuses. Llamó. Le dijeron que el autobús iba a dar la vuelta. Que por favor cruzara la calle y esperara 4 minutos. Nosotros cruzamos la calle y esperamos.

4 minutos después, el autobús estaba regresando fuera de su ruta. El chofer se bajó. Dijo apenado algo en coreano enfatizando algo así como “disculpe señor por no recordarle que se estaba bajando del bus sin su maleta” y me hizo como 14 reverencias. Y yo como que diciéndole en inglés algo así como “marico, huevón, si la culpa es mía por andar pendejeando viendo el Facebook y chateando por Whatsapp” y dándole como 22 reverencias también.


Y así, 6 minutos después volví a tener mi maleta. La adrenalina fue la misma de una tarde de rafting, o de cuando esquivas a un choro que te quiere robar sin arma en Caracas. ¿Será que pruebo dejar el celular un día en una plaza a ver en cuánto tiempo aparece?  ¿Qué de pinga es Corea, no? 


martes, 5 de mayo de 2015

La vez que fui a pedir la visa de turista para EEUU


“¿Adónde quiere ir en los Estados Unidos?”

Mi pie derecho tembló cuando el catire hizo la pregunta. Ese momento fue como si el tiempo se detuviera para mostrarme un mapa holográfico de los 48 estados circundantes por donde mi mirada pasó intempestivamente. Lo primero que se me vino a la cabeza fue decir “Georgia” y pensé que no tenía cómo justificarle al gringo por qué quería ir para allá y no a Miami a visitar unas tías como el resto de los que habían pasado por allí hoy. Mi cabeza se fue a 1996 en los días de las olimpiadas de Atlanta por Venevisión; recordé esa tarde cuando la nadadora china Le Jingyi se llevó el oro y en mi casa, a miles de kilómetros de Georgia (y de China), en un pueblo casi inhóspito de una pequeñita isla del Caribe llamado San José de Paraguachí por algunos conquistadores puritanos españoles del siglo XVI, mi familia que constaba de una mamá soltera, una abuela evangélica y dos carajitos de 2 y 7 años celebramos a gritos, como si nuestra isla hubiera logrado la independencia de Venezuela o como si Venezuela hubiera logrado entrar a un mundial de fútbol. La razón de esta celebración se remitía a 2 años antes; justo dos meses previos al nacimiento de mi hermana. En esa fecha, la misma china había impuesto el récord mundial de 100 y 50 metros libres en nado y había sido nombrada atleta del año por la “United Press International” y como mi mamá siempre ha sido contracorriente (aunque nunca quiso definirse como hippie, estoy seguro de que si fuera una pava ahorita y tuviera que jode real, fuera hipster y viviría que si en Ulán Bator) decidió ponerle a mi hermana, dos meses después, Jingyile Teresa.



Me imaginé la cara del gringo cuando le dijera: Mira, yo la verdad es que quiero ir a Georgia, mi pana, porque cuando yo era carajito estábamos frente al televisor viendo Venevisión, y me acuerdo de las olimpiadas de Atlanta y de cuando la china Le Jingyi que nosotros pensábamos que era japonesa ganó la medalla de oro. Me acuerdo de queeee, verga, en la casa lloramos de alegría. Mi abuela hizo esa tarde una batido de níspero con leche condensada bien rico y mi mamá hizo un brazo gitano que le quedó bien bueno. Me acuerdo de que celebramos muchísimo, como si esa Le Jingyi fuera en realidad mi hermana y de sólo pensar en estar en esa misma ciudad se me erizan los pelos. La verdad es que quiero ir al sitio donde la china se llevó la medalla de oro, hacerme una selfie y mandársela a mi hermana y mi mamá y quizá, ¿por qué no?, echarme un baño de piscina ahí, claro, si me dejan, no creas que me voy a meter en la piscina así sin pedir permiso.

Después de oír tan empastelado cuento, al cónsul no le quedaba de otra que decirme “visa negada”, para por lo menos mantener la seriedad de su cargo.

Un mes antes de ir a la Embajada de Estados Unidos en Caracas, con 25 años y ya al haber recorrido la mitad de Sudamérica y Europa, Rusia, haber tocado África, haber llegado al Océano Ártico y haberme echado un baño de playa en el Mar Báltico, mi roommate me dijo que por qué coño yo no tenía visa. Yo le dije que no me interesaba en nada ir a Estados Unidos, le medio conté la historia de Atlanta 96 como que era lo que me interesaba más y ella me reviró el ojo. Me dio un discurso de que era importante, de que muchas aerolíneas pasan por allí y necesitas la visa incluso para hacer escala, de que me abriera la cuenta en un banco allá, de que visitara Nueva York porque era arrechísimo, la ciudad de SpiderMan, ¿sabes? Y bueno, por ahí me agarró.

Me fui un día de esos a la página web a regañadientes. Me tomé la foto que tienes que cargar en el website con el celular y de vaina le paré a las indicaciones que pedían, llené todo el formulario y me dieron cita para dentro de dos semanas. Recuerdo que tuve que hacer un depósito y ya. En la noche anterior, mi roommate andaba toda alegre, como si fuera a una especie de graduación de primera comunión donde ella me apadrinaba.

Llegué a la embajada e hice una cooola inmensa. Desde el principio te das cuenta de que todo está organizado de una manera muy diferente en las que se organizan las cosas en el país. Mis compañeros de cola, para suerte mía eran todos chamos, aunque ellos iban a pedir la visa de estudiante para mejorar el inglés o meterse en algún máster. Detrás de mí tenía un chamo como de 16 años que jamás había salido del país, ni tampoco sus padres, pero que habían reunido unos churupos para mandarlo 4 meses a estudiar inglés antes de que empezara la universidad. La chama delante de mí iba a hacer un máster en ingeniería electrónica en una universidad en Delaware. Y la chama más adelante de ella se iba a hacer un curso de un año en Nueva York. Yo era el único que había ido a la embajada sin propósito “porque una amiga me dijo que viniera” y que según ellos me la iban a rechazar porque era soltero, sin hijos, sin propiedades, tenía 25 años y era un absoluto pobre desclasado. El perfecto target para negarle la visa “porque te vas a quedar a trabajar de ilegal”.

Cuando la cola siguió avanzando pasamos a una sala de espera con sillas y un televisor. La pantalla pasaba un documental sobre los parques nacionales de Estados Unidos. Recordé una conversación entre copas que tuve con una amigo en Margarita sobre viajes. Él decía que sin duda, si no quería ir a Gringolandia por lo mainstream, lo pensara dos veces porque los parques nacionales valían la pena muchísimo. El televisor mostró un géiser que hacía erupción en Yellowstone. Hasta ese momento no sabía que en EE.UU. había géiseres. Lo único que sabía de Yellowstone antes de llegar a la embajada era que ahí vivía el oso Yogui. A mí todo el asunto de los géiseres siempre me llamó mucho la atención. Muchos años antes, cuando pude pagarme mi primer viaje fuera del país, decidí ir a visitar el pedazo de tierra más lejano que mi presupuesto me permitiera llegar; así fue como terminé en Islandia entre géiseres, nieve y volcanes: una experiencia brutal.

Geyser en Yellowstone

Cuando ya estaba en la cola para ser abordado por alguno de los cónsules recordé las historias de varios amigos: la del hermano de un pana que le habían negado la visa 4 veces, la de una chama que se había puesto a llorar tan fuerte después del rechazo que la seguridad de la embajada la tuvo que sacar, y la de cónsul que era como chino, pero en realidad era un gringo que era el más arrecho y malo, porque no te aprobaba una visa si no tenías casa propia. En los puestos de interrogación, la gente asustada atendía las preguntas del inquisidor norteamericano. Se veían familias enteras asustadas, con carpetas inmensas debajo del brazo, llenas de papeles de vida y con caras de terror más esperanza. Como con ese sustico que nos daba frente al carajo de alguna tienda afuera de Venezuela mientras esperábamos a ver si pasaba nuestra tarjeta de crédito venezolana. Los entrevistados tenían cero privacidad ya que desde la cola se escuchaba todo. “¿Tiene familia en EE.UU.?”, “¿en casa de quién se va a quedar?”, “¿tiene propiedades en Venezuela?”, muéstreme sus estados de cuenta de los últimos dos años, ¿qué va a hacer en Estados Unidos?, ¿cuál es el motivo de su viaje? Mi arrepentimiento por no haberle parado bolas a mi roommate en que tenía que ir preparado para la entrevista empezó a crecer con los segundos que tenía en la cola. Me empecé a dar duro a mí mismo achacándome las bolas que tenía para sólo traer una referencia bancaria; esas que no dicen cuánta plata tienes, sino tantas cifras bajas o altas (aunque las mías siempre han sido bajas por pobre) y una carta de trabajo que me había hecho Guillermo, un pana, un días antes y que no le habíamos podido poner el sello de su empresa.

Los “negada” y “aprobada” retumbaban en el pasillo como una voz de ultratumba. El momento era como si un espíritu entrara dentro del cuerpo del cónsul por los segundos en los que abría la boca para darle la información al pobre ciudadano de segunda desde el más allá.

La chama que iba más delante de mí le aprobaron su visa de estudiante por un año. Yo era el siguiente en la cola y avancé hacia el cubículo del catire cuando me hizo un “ven” con las manos.

–Buenos días, ¿cómo le va?

–Muy bien, gracias. –Dije con las bolas en la garganta. No quise agregar más nada. Según todo el mundo uno sólo debía decir en el cubículo lo que te estuvieran preguntando.

–¿Adónde quiere ir en los Estados Unidos?

–A Yellowstone… –El catire puso una cara de intriga por lo que me sentí obligado a completar– …por los géiseres.

Cuando terminé mi explicación, él bajó la mirada, vio algo en su computadora y cambió su cara de “¡Este mamahuevo cree que me va a engañar!” a “claaaaro, ¿cómo no lo había pensando?, tiene sentido” y dijo:

–Visa aprobada.

–¿Paso por DHL? –Dije con la naturalidad de practicar un discurso al espejo.

–Sí. ¡Siguiente! –Y le hizo señas a un señor en la cola que estaba detrás de mí y que nunca había visto.



martes, 3 de febrero de 2015

Un venezolano vio a Foo Fighters en Bogotá

–¿De dónde eres? –Me dijo Dave Grohl.
–De un país que ya no existe. Pero igual toma esta bandera y esta camisa vinotinto, son lo único que me queda de donde crecí... –Le dije antes de despedirme con un apretón de manos y de pasar a la taquilla de inmigración para salir de Colombia.

Tres días antes salí de Caracas, emocionado por reencontrarme con Bogotá, mi segunda ciudad favorita de Latinoamérica, por supuesto detrás de São Paulo.

–¿Qué viene a hacer a Colombia? –Me preguntó la encargada de inmigración.
–Vengo a un concierto.
–Ah, no me diga que viene acá solamente a ver un concierto. ¿Dónde es?
–Sí. De verdad. Acá en Bogotá.
–Hoy como a las 7 pasaron unos rockeros por aquí. Pero eran como viejos, pues, como cuarentones. ¿Serían ellos?
–Eran demasiado ellos. Qué lástima que no pasé por aquí un poco antes. ¿Foo Fighters, sabe?

Cuando nos enteramos que Foo Fighters venía a Sudamérica, supimos que el chance de que vinieran a Venezuela era súper bajo. Ya había pasado más de 4 años del mítico concierto de Metallica en Caracas y dos de la segunda vez que vino Aerosmith, donde abrió Del Pez, quizá el último gran concierto de rock que vivió Venezuela. A los días anunciaban que la única fecha del hemisferio norte de América del Sur sería en Bogotá. Con el cupo electrónico de uno compramos las entradas, con otros dos cupos cadivi compramos el regreso en Kayak porque en bolívares sólo había de ida.



Después del telonero, apareció Dave Grohl a la media hora. Antes del concierto nunca supimos quiénes iban a abrirle a Foo Fighters. En Brasil, Argentina y Chile el show lo había abierto Kaiser Chief, los carajos de Ruby, pero en el website de los británicos salía que el 31 de enero tocarían en Liverpool. En la tarima se presentó una banda colombiana, con un público que los animaba muy bien. Yo sin sentimiento nacional en esas tierras no me emocionaba con los gritos de guerra que disparaban los teloneros. Los “¡Vamos Colombia!” y “¡Hola Campín!” me mantenían inmutado. A ratos me imaginaba una misma escena, pero en el Estadio de la UCV con Holy Sexy Bastards teloneando y diciendo “¡Arriba Venezuela!” o “¡U-U-U-C-V!” y la piel se me ponía de gallina sólo con pensarlo. Imaginaba a los tres o cuatro carajos haters que no sabían quienes eran los Holy Sexys que les lanzaban latas desde el campo y fallaban, imaginaba a los que sí sabían quiénes eran que decían en sus cabezas que qué bolas que no apoyábamos el talento nacional; imaginaba las notas de prensa en Internet diciendo que los Holy Sexy Bastards la habían partido en el concierto. Imaginaba las caras de sorprendidos de algunos caraqueños por lo arrecho de nuestra banda, la ansiedad de otros mandándolos a bajar para que Dave Grohl apareciera más rápido, imaginaba las pancartas de Evenpro por todos lados, los logos de Movistar, y a mis amigos que están viviendo fuera del país sentados en el piso esperando que viniera a tocar la banda –según ellos– de verdad.

Eso pasaba cada vez que cerraba los ojos. Como un animal extraño, me sentía en la tierra de nuestros hermanos colombianos, como un cachorro que por aventurero se había escapado del conuco y que se había topado hambriento en el de un vecino por no saber seguir su propio rastro; agradecido por la comida que le dieron, pero perdido por no estar en su propia casa.

Cuando apareció Dave, la algarabía fue brutal. Todos los colombianos orgullosos de albergar tal espectáculo levantaron globos de los colores de la bandera que les dio nuestro Sebastián Francisco. Hubo globos amarillos en la zona especial, azul en la preferencial y rojo en la parte detrás de la ambulancia. En Caracas hubiera sido un peo coordinar esto. Si bien los colombianos se organizaron para entregar las bombas vacías en la entrada de cada sección, esta lógica no hubiera podido ser aplicable a Venezuela para hacer la bandera. De ser el concierto en Caracas, capaz terminaba todo mezclado como vino tinto. Imaginé que lo hacían en el concierto de Iron Maiden cuando los panas de la zona preferencial tumbaron la cerca y se mezclaron todos con todos.

Something for nothing, The Pretender, Learn to fly, Breakout y My hero fueron las primeras que sonaron hasta que llegó la torta latinoamericana. En medio de My hero las cornetas se apagaron y la gente de manera muy decente apenas hizo unos pitidos. Dave, en Bogotá, le pidió a todo el mundo continuar la canción y el Campín coreó unísono “There goes my hero watching as he goes, there goes my hero he’s ordinary”. A los segundos el sonido volvió. Dave terminó de cantarla y dijo que era la primera vez en el tour que esto le pasaba. Una chama detrás de mí gritó “Sólo en Colombia pasa esto” y a mí se me iba a salir una lágrima de impotencia. Entonces, en medio de la siguiente canción me imaginé que el audio se iba en Caracas: allí le hubiéramos mentado la madre a la gente de Evenpro ocho mil veces, hubiéramos tumbado (otra vez) la barrera de la zona preferencial y mínimo arreglábamos las cornetas a coñazos, allí no sólo una chama hubiera dicho “Sólo en Venezuela” sino casi todos lo hubiéramos visto en Facebook, allí no nos hubiéramos arrechado por la falta de audio, sino que lo hubiéramos disfrutado y hasta vuelto un chiste. Yo no quería estar viendo este concierto en Bogotá. Yo no quería ver cuando sacaran la camisa de la selección nacional de fútbol de Colombia, yo no quería oír que les dijeran que los colombianos eran la mejor audiencia de Sudamérica, yo no quería escuchar que les dijeran que en este país habían visto las mujeres más bellas, yo no quería oír un “qué divino está este Dave” de las jevas de atrás, sino un “papi qué bueno estás”. Hubiera cambiado mil veces durante el show el respeto al espacio personal de los colombianos, la buena organización, el clima templado perfecto para un concierto y la puntualidad; por haber escuchado esto en un calor de mierda, con un cabrón tratando de ponerse delante de mí empujando como un becerro y con un probable retraso de 2 horas y media de Evenpro por verlo en mi tierra y con los míos. Hubiera dado mucho por oír un “¡Viva Venezuela!”, un “¡Hola Caracas!” y por ver a Taylor Hawkins intentando darle al furruco en vez de a Rami Jaffee con un acordeón en nuestra tierra, donde Gwen Stefani lloró porque no entendía como en un país tan nulo y abandonado por los dioses del desarrollo hubiera gente que pudiera cantar su música, o donde nos dábamos el tupé de hasta suspender conciertos de Queen por un luto nacional, donde no sólo se llenaban las fechas de Caracas, sino también en Maracaibo, Valencia y hasta en Barquisimeto. En donde la música sonaba en todas partes que hasta Ricky Martin llegó a tocar en la Feria de San José de Paraguachí, adonde ni Gualberto Ibarreto iría ahorita. Hubiera preferido tener mi cédula mal plastificada de venezolano en el bolsillo con la cartera adelante por miedo a que me robaran en vez del pasaporte seguro en el bolsillo de atrás. Sí, maltripié increíble no estar en Venezuela.

Y entonces apagaron las luces, Dave vino al frente. Cantó la mitad de Times like these solito y a la mitad la banda se apareció en el B-Stage. Tocaron una parranda de covers. Sonó Under Pressure. Estallé en lágrimas. Me uní a la masa y se me olvidó toda verga.

Jamás había llorado en un concierto. No sé si fue por el cover de Queen, por estar a más de mil kilómetros de casa oyendo a Foo Fighters o porque me acordé de la primera vez que oí Learn to Fly con mis amigos del pueblo; o de la vez que ellos versionaron All My Life en The British Bull Dog en Margarita; o cuando cada vez que voy a Margarita salgo con uno de mis viejos amigos que me queda en Margarita, –pero que una semana antes de viajar a Bogotá me pidió plata para comprar el pasaje de sólo ida a Buenos Aires– y cantamos a todo pulmón The Pretender en ese mismo Pub pero la versión de la banda de Gabriela Lander y el gordo José Antonio de Paraguachí, o porque recordé cuando le dije a un pana “marico, vamos a esa verga” y él me dijo que iba a tratar y al final no vino por el peo de los pasajes y que por tierra no dan cadivi y el dólar negro está por las nubes; me acordé de la primera vez que oí Queen, de cuando lo ponía en Radio Jurel, la emisora comunitaria de Antolín del Campo; de cuando interpretábamos la canciones de estos coños jugando Rock Band; cuando escoñetamos la batería del Xbox tocando Tom Sawyer de Rush –que Foo Fighters tocó para colmo aquí también–; cuando fuimos a conciertos en Caracas y en Valencia porque en Caracas ya no querían prestar la UCV para grandes eventos por el peo de la grama, lo cual era sólo una complicación marica porque en Bogotá estábamos en un estadio donde le habían puesto un protector a la grama sólo para que no se jodiera por el concierto.

Jamás me había faltado el aire de esa forma. Desde Under Pressure y pasando por All my life, Best of you hasta Everlong –que fue la última canción– mi respiración fue difícil, como si me hubiera sumergido bajo el mar (¿de lágrimas?) y luchara por alcanzar las pocas burbujas de aire que veía pasar.

Con la piel de gallina, imaginé que al día siguiente me encontraba a la banda en la cola de inmigración del Aeropuerto El Dorado y les decía que había venido sólo a verlos. Dave ponía la misma cara de sorpresa de la señorita que me selló el pasaporte de entrada.

–¿De dónde eres? –Me dijo Dave Grohl.
–De un país que ya no existe. Pero igual toma esta bandera y esta camisa vinotinto, son lo único que me queda del país donde crecí. Por favor, cuídalos, guárdalos en un sitio seguro. Me enorgullezco inmensamente de ello. –Le dije antes de despedirme con un apretón de manos antes de pasar a la taquilla de inmigración para salir de Colombia.

–¡Hey, venezolano! –Me dijo Dave, del otro lado del Duty Free antes de abordar su vuelo. –Guardaré estas cosas que me diste en mi colección de cosas raras. Eres como un animal en peligro de extinción.


Volví a abrir los ojos y terminaba Everlong. La gente empezó a salir y el bullicio me devolvió a la realidad. Había estado en el mejor concierto de toda mi vida. Agradecí inmensamente a mis amigos colombianos por tal organización. Al día siguiente, cuando pasé por inmigración, no estaba la banda. Les escribí a unos amigos, esperé en la puerta con la última Manzana Postobón del viaje y abordé el avión de regreso a Caracas con sólo 10 pasajeros.

martes, 6 de enero de 2015

La primera vez que usé el seguro


Cuando me caí para escoñetarme las costillas fue arrechísimo y doloroso. Lo primero que hice fue voltearme bocarriba. Había caído de frente esplatanado como si fuera a zambullirme en el concreto. Las manos no llegaron a tiempo para absorber el golpe y los raspones. Mi pecho rebotó con el piso como si fuera un balón de baloncesto. Al voltearme, el dolor llegó después de la primera inhalación. Sentía que no tenía aire y que no podía llenar mis pulmones. Una sensación de apretujamiento recorría todo mi pecho y el dolor impedía que pudiera gritar o apenas emitir un sonido. Mis piernas las tenía arriba; sentía la necesidad de subirlas. Capaz quería inconscientemente que la sangre se me fuera al pecho a ver si se me escurría por algún lado. Me revisé con la mirada y sólo encontré un raspón en el codo izquierdo. De frente venía un carro. Antes de la caída vi que venía rápido, a toda velocidad, pero cuando me caí la redujo. Me pasó al lado, lento como un barco que zarpa y cuyos tripulantes se despiden de quienes siguen en el puerto. Los carajitos que iban en el asiento de atrás casi sacaron la mano para saludarme. El chofer y la copitolo sacaron sus cabezas a ver si había muerto o si me había roto algo interesante. Me miraron como miran las doñas del pueblo a todos los que van pasando frente a su casa. Como el espectáculo no fue suficiente, siguieron sin detenerse: sin decir nada insatisfechos de mi cuerpo retorcido.

En los años 80 mi papá era el mejor corredor de seguros de Venezuela. Tanto así que le dieron una placa. Recuerdo una vez, muchos años después, que me asomé en su cuarto y vi un cuadro grande en el que se podía ver su nombre repetidas veces después de cada año y al lado “GANADOR”. Sí, mi papá fue el campeón de los seguros. Prácticamente no había más nadie en Margarita, cuya póliza no viniera bendita de antemano. Tanto así que en Porlamar era una leyenda entre los comerciantes. Decían que si te asegurabas con Lárez, nunca le iba a pasar nada a tu negocio, ni un terremoto iba a generar pérdidas involuntarias en tu mercancía. En Tierra Firme se corría el rumor sobre mi padre. Los mejores corredores de Caracas no entendían cómo alguien podía vender tanto en una isla que no pasaba las cuatrocientas mil personas. A mi papá lo llamaban para hacer pólizas en Carúpano, en Cumaná, en Caripito, Caripe, Güiria, Puerto La Cruz, Barcelona, Guanta, Píritu y hasta en El Tigre fue una vez a asegurar a un turco o árabe de esos de Juan Griego cuya amante vivía en aquel pueblo. Así de grande era la fama de mi padre, y sin embargo, como dice el dicho “en casa de herrero, cuchillo de palo” la primera vez que tuve seguro fue a los 25 años cuando pude ahorrar para pagármelo yo mismo.

Tengo la dicha de gozar de buena salud. Casi nunca he tenido que ir a una clínica a revisarme algo, ni tampoco he pasado nunca la noche en un hospital en toda mi vida. Así que era de esos que piensan que pagar un seguro médico es una de esas cosas innecesarias en las que a esa gente que es súper precavida, estresada por el universo y planificada le gusta desperdiciar su tiempo (y dinero).

A pesar de mi buena salud, cuando era chamo fui al ambulatorio de Salamanca varias veces por asma. Recuerdo que eso se me curó solo con el tiempo. Mi mamá siempre dice que las enfermedades son un peo emocional y el asma me dio en plena pubertad. Siempre lo relacioné con eso. Apenas ya tuve pelo en el pecho y en las bolas empecé a respirar bien y el asma así como mis idas al médico desaparecieron pa-ra-siem-pre.

La vaina de pagar el seguro fue idea de mi flatmate en Caracas: que hay que ser precavido, que uno nunca sabe, que mejor invertir esa platica y no tener que lamentar, que párale bolas, que tú no eres un súper héroe, que, marico, no te cuesta nada. Y tanto me dio que al año de estar viviendo con ella le hice caso y lo pagué. Al mes de eso, había una ambulancia frente a mi casa en Margarita, y volteado bocabajo estaba pegando gritos de dolor.

Ambulancia en Paraguachí


Un par de días antes, mi hermana y yo estábamos en el Sambil babeados frente a unos patines en línea. Casualmente quedaban dos y justo de nuestras tallas. Lo vimos como una conspiración divina: nada podía ser tanta casualidad en esta vida. En la noche, cuando llegamos a casa hicimos los mil planes de cómo íbamos a usarlos. “Listo, hermana, mañana nos vamos a la playa en patines. Esos nos los ponemos, les damos chola y ya, palante”. Yo me imaginaba patinando tipo tranquilo. Imaginaba que todo el rollo de patinar era algo similar a darle en bicicleta pero más fácil. “¿Quién no se sabe parar en ocho ruedas y darle palante?” Eso era todo. Un par de amigas me habían invitado hace unos meses a patinar en Los Próceres y en La Cota Mil diciéndome que por allá alquilaban los patines y alegaban no tener mucha experiencia en el asunto. Basado en aquello compré mis patines en línea a precio viejo en El Sambil.

A la mañana siguiente, me desperté como si fuera a abrir los regalos de San Nicolás. Mi hermana llevaba dos horas patinando en la sala de la casa y ya se había dado una caída leve. “Te quiero ver poniéndote los patines”, dijo toda burlona.

La última vez que había patinado había sido probablemente hace unos 15 ó 16 años. En aquellos días las calles de Paraguachí estaban más pulidas que ahora y uno salía a estrenarse severendo regalo el 25 de diciembre junto a los vecinos quienes también habían recibido aquel trofeo para los pies. De aquel 25 de diciembre en adelante me había quedado en la memoria que yo sabía patinar y que probablemente me había caído con alguno que otro raspón más o menos suave.

Antes de salir a la playa con mi hermana, practiqué varias veces en el garaje de mi casa y en la sala. No me iba tan bien como parecía, sin embargo quise arriesgarme. Ellla dijo que le parecía más sabio que saliéramos sin patines y que cuando viéramos una calle más pulcra que la de nosotros en Paraguachí nos los pusiéramos.

Caminamos hasta El Cardón y a la altura de Fritín me puse los patines. Mi hermana se quedó atrás con mi mamá y mi padrastro viendo. Ella se los iba a poner después. Arranqué confiado. La calle era muchísimo más suave que la que estaba en Paraguachí. Se patinaba bien y suave. Aumenté la velocidad. Me sentía como si volara. Era una sensación increíble. Sentía cómo los patines me deslizaban con rapidez y cómo la adrenalina me subía por la espalda, el cuello y hasta la cabeza. Le di más duro. Mi mamá decía desde atrás “¡hijo, sí que sabes patinar!”. Yo quería lucirme, así que le di más y más duro hasta que vi a lo lejos un carro que venía de frente a toda la velocidad. Quise frenar y no supe. Levanté el pie derecho para apretar contra el piso el taloncito que trae de freno el patín y no funcionó. Traté de manejar de forma curva para frenar y tampoco funcionó. El carro se acercaba de frente a gran velocidad. Me desesperé. No quería que me chocaran en mis primeros segundos sobre mis nuevos patines. Intenté agarrame de algo en el aire como si los alambres para guindar la ropa de mi garaje estuvieran disponibles en todas las partes del mundo mientras yo patinaba. No había nada. Después intenté frenar con las ruedas, metiéndolas de golpe para impedir que siguieran girando y me fui de boca.

A los quince minutos me levanté. Mi mamá me preguntó que si me iba a quitar los patines o que si le iba a seguir dando. El dolor se había ido casi por completo. Pensé que no había pasado nada, que se me había salido el aire de los pulmones y ya. Así que me quedé con los patines y llegué a Playa Puerto Abajo con ellos. De regreso a Paraguachí sí le di a pie. Soy de esas personas que después de que tocas la arena de la playa les cuesta volver a su estado natural si no han pasado por la ducha.

A la mañana siguiente, el dolorcito que tenía en el pecho se hizo más fuerte. Tomé un Ibuprofeno con relajante muscular por recomendación de mi mamá. “Ese debe ser el golpe, hijo, no fue poca cosa”. A las ocho horas volvió el dolor y continué con las mismas pastillas. Al otro día pasó lo mismo, pero con un dolor más fuerte aún. Le conté a mi mamá y se asustó toda, llamé a mi flatmate en Caracas y me preguntó que cómo se sentía. Le dije que me dolía cuando respiraba y cuando me movía, de resto era como si algo allí me latiera. “Tienes las costillas fracturadas”, me dijo. Me explicó que no es algo que se sienta y que las costillas no es una cosa que me pudieran enyesar, que me tocaba un reposo parejo y fastidioso. “Llama a tu seguro”. Y tuve que darle las gracias.

Me mandaron una ambulancia para la casa cuando ya estaba agonizando de dolor. “Voltéate chamo”, dijo la enfermera que entró a mi cuarto cuchicheando con otro enfermero. Me agarró una nalga sin manoseármela y me pasó antiinflamatorio y analgésico. Desde los 8 ó 10 años no me inyectaban en las nalgas. No recordaba lo doloroso que era. Casi que dejé de sentir dolor en el pecho y sólo podía pensar en el dolor en las nalgas. Cuando pude incorporarme y me volteé vi al enfermero que acompañaba a la que me había inyectado. Su cara se me hacía familiar. Él, cuando se dio cuenta de que lo estaba mirando, agachó la cara y quiso apurar el paso. Llamé a mi mamá. Pensé que quizá se estaba robando algo. “En estos tiempos en Venezuela, hay que tener cuidado de hasta los enfermeros que llegan por el seguro”, pensé. (Después pensé que qué bolas mi pensamiento, si yo jamás había tenido seguro, cómo iba a saber cómo eran estos carajos). Cuando llegó mi mamá, el tipo no se puso más nervioso, más bien se puso a hablar con ella para evitarme.



“Entonces, no me robó nada del cuarto”, pensé.

Para salir de dudas, abrí mi boca y tratando de olvidar el dolor en las nalgas le dije: −¿Pana, yo a ti te conozco de algún lado, verdad?−. El enfermero soltó a mi mamá y asintió avergonzado. La enfermera lo vio y se tapó la boca para no reírse.

−Si, chamo. Yo era el que iba manejando el carro cuando te caíste.


Soledades

Descansábamos cada uno en un chinchorro después del almuerzo, antes de volver a nuestra faena diaria. Papá volvía entonces a la plaza a trab...