“¿Adónde quiere ir en los Estados Unidos?”
Mi pie derecho tembló cuando el catire hizo la pregunta. Ese
momento fue como si el tiempo se detuviera para mostrarme un mapa holográfico
de los 48 estados circundantes por donde mi mirada pasó intempestivamente. Lo
primero que se me vino a la cabeza fue decir “Georgia” y pensé que no tenía
cómo justificarle al gringo por qué quería ir para allá y no a Miami a visitar unas
tías como el resto de los que habían pasado por allí hoy. Mi
cabeza se fue a 1996 en los días de las olimpiadas de Atlanta por Venevisión;
recordé esa tarde cuando la nadadora china Le Jingyi se llevó el oro y en mi
casa, a miles de kilómetros de Georgia (y de China), en un pueblo casi
inhóspito de una pequeñita isla del Caribe llamado San José de Paraguachí por
algunos conquistadores puritanos españoles del siglo XVI, mi familia que
constaba de una mamá soltera, una abuela evangélica y dos carajitos de 2 y 7
años celebramos a gritos, como si nuestra isla hubiera logrado la independencia
de Venezuela o como si Venezuela hubiera logrado entrar a un mundial de fútbol.
La razón de esta celebración se remitía a 2 años antes; justo dos meses previos al nacimiento de mi hermana. En esa fecha, la misma china había impuesto el
récord mundial de 100 y 50 metros libres en nado y había sido nombrada atleta
del año por la “United Press International” y como mi mamá siempre ha sido
contracorriente (aunque nunca quiso definirse como hippie, estoy seguro de que
si fuera una pava ahorita y tuviera que jode real, fuera hipster y viviría que
si en Ulán Bator) decidió ponerle a mi hermana, dos meses después, Jingyile
Teresa.
Me imaginé la cara del gringo cuando le dijera: Mira, yo la
verdad es que quiero ir a Georgia, mi pana, porque cuando yo era carajito estábamos
frente al televisor viendo Venevisión, y me acuerdo de las olimpiadas de
Atlanta y de cuando la china Le Jingyi que nosotros pensábamos que era japonesa
ganó la medalla de oro. Me acuerdo de queeee, verga, en la casa lloramos de
alegría. Mi abuela hizo esa tarde una batido de níspero con leche condensada
bien rico y mi mamá hizo un brazo gitano que le quedó bien bueno. Me acuerdo de
que celebramos muchísimo, como si esa Le Jingyi fuera en realidad mi hermana y
de sólo pensar en estar en esa misma ciudad se me erizan los pelos. La verdad
es que quiero ir al sitio donde la china se llevó la medalla de oro, hacerme
una selfie y mandársela a mi hermana y mi mamá y quizá, ¿por qué no?, echarme
un baño de piscina ahí, claro, si me dejan, no creas que me voy a meter en la
piscina así sin pedir permiso.
Después de oír tan empastelado cuento, al cónsul no le
quedaba de otra que decirme “visa negada”, para por lo menos mantener la
seriedad de su cargo.
Un mes antes de ir a la Embajada de Estados Unidos en Caracas,
con 25 años y ya al haber recorrido la mitad de Sudamérica y Europa, Rusia,
haber tocado África, haber llegado al Océano Ártico y haberme echado un baño de
playa en el Mar Báltico, mi roommate me dijo que por qué coño yo no tenía visa.
Yo le dije que no me interesaba en nada ir a Estados Unidos, le medio conté la
historia de Atlanta 96 como que era lo que me interesaba más y ella me reviró
el ojo. Me dio un discurso de que era importante, de que muchas aerolíneas
pasan por allí y necesitas la visa incluso para hacer escala, de que me abriera
la cuenta en un banco allá, de que visitara Nueva York porque era arrechísimo,
la ciudad de SpiderMan, ¿sabes? Y bueno, por ahí me agarró.
Me fui un día de esos a la página web a regañadientes. Me
tomé la foto que tienes que cargar en el website con el celular y de vaina le
paré a las indicaciones que pedían, llené todo el formulario y me dieron cita
para dentro de dos semanas. Recuerdo que tuve que hacer un depósito y ya. En la
noche anterior, mi roommate andaba toda alegre, como si fuera a una especie de
graduación de primera comunión donde ella me apadrinaba.
Llegué a la embajada e hice una cooola inmensa. Desde el
principio te das cuenta de que todo está organizado de una manera muy diferente
en las que se organizan las cosas en el país. Mis compañeros de cola, para
suerte mía eran todos chamos, aunque ellos iban a pedir la visa de estudiante
para mejorar el inglés o meterse en algún máster. Detrás de mí tenía un chamo
como de 16 años que jamás había salido del país, ni tampoco sus padres, pero
que habían reunido unos churupos para mandarlo 4 meses a estudiar inglés antes
de que empezara la universidad. La chama delante de mí iba a hacer un máster en
ingeniería electrónica en una universidad en Delaware. Y la chama más adelante
de ella se iba a hacer un curso de un año en Nueva York. Yo era el único que
había ido a la embajada sin propósito “porque una amiga me dijo que viniera” y
que según ellos me la iban a rechazar porque era soltero, sin hijos, sin
propiedades, tenía 25 años y era un absoluto pobre desclasado. El perfecto
target para negarle la visa “porque te vas a quedar a trabajar de ilegal”.
Cuando la cola siguió avanzando pasamos a una sala de espera
con sillas y un televisor. La pantalla pasaba un documental sobre los parques
nacionales de Estados Unidos. Recordé una conversación entre copas que tuve con
una amigo en Margarita sobre viajes. Él decía que sin duda, si no quería ir a
Gringolandia por lo mainstream, lo pensara dos veces porque los parques nacionales
valían la pena muchísimo. El televisor mostró un géiser que hacía erupción en
Yellowstone. Hasta ese momento no sabía que en EE.UU. había géiseres. Lo único
que sabía de Yellowstone antes de llegar a la embajada era que ahí vivía el oso
Yogui. A mí todo el asunto de los géiseres siempre me llamó mucho la atención.
Muchos años antes, cuando pude pagarme mi primer viaje fuera del país, decidí
ir a visitar el pedazo de tierra más lejano que mi presupuesto me permitiera
llegar; así fue como terminé en Islandia entre géiseres, nieve y volcanes: una
experiencia brutal.
Geyser en Yellowstone |
Cuando ya estaba en la cola para ser abordado por alguno de
los cónsules recordé las historias de varios amigos: la del hermano de un pana
que le habían negado la visa 4 veces, la de una chama que se había puesto a
llorar tan fuerte después del rechazo que la seguridad de la embajada la tuvo
que sacar, y la de cónsul que era como chino, pero en realidad era un gringo
que era el más arrecho y malo, porque no te aprobaba una visa si no tenías casa
propia. En los puestos de interrogación, la gente asustada atendía las
preguntas del inquisidor norteamericano. Se veían familias enteras asustadas,
con carpetas inmensas debajo del brazo, llenas de papeles de vida y con caras
de terror más esperanza. Como con ese sustico que nos daba frente al carajo de
alguna tienda afuera de Venezuela mientras esperábamos a ver si pasaba nuestra
tarjeta de crédito venezolana. Los entrevistados tenían cero privacidad ya que
desde la cola se escuchaba todo. “¿Tiene familia en EE.UU.?”, “¿en casa de
quién se va a quedar?”, “¿tiene propiedades en Venezuela?”, muéstreme sus
estados de cuenta de los últimos dos años, ¿qué va a hacer en Estados Unidos?,
¿cuál es el motivo de su viaje? Mi arrepentimiento por no haberle parado bolas
a mi roommate en que tenía que ir preparado para la entrevista empezó a crecer
con los segundos que tenía en la cola. Me empecé a dar duro a mí mismo
achacándome las bolas que tenía para sólo traer una referencia bancaria; esas
que no dicen cuánta plata tienes, sino tantas cifras bajas o altas (aunque las
mías siempre han sido bajas por pobre) y una carta de trabajo que me había
hecho Guillermo, un pana, un días antes y que no le habíamos podido poner el
sello de su empresa.
Los “negada” y “aprobada” retumbaban en el pasillo como una
voz de ultratumba. El momento era como si un espíritu entrara dentro del cuerpo
del cónsul por los segundos en los que abría la boca para darle la información al pobre
ciudadano de segunda desde el más allá.
La chama que iba más delante de mí le aprobaron su visa de
estudiante por un año. Yo era el siguiente en la cola y avancé hacia el
cubículo del catire cuando me hizo un “ven” con las manos.
–Buenos días, ¿cómo le va?
–Muy bien, gracias. –Dije con las bolas en la garganta. No
quise agregar más nada. Según todo el mundo uno sólo debía decir en el
cubículo lo que te estuvieran preguntando.
–¿Adónde quiere ir en los Estados Unidos?
–A Yellowstone… –El catire puso una cara de intriga por lo
que me sentí obligado a completar– …por los géiseres.
Cuando terminé mi explicación, él bajó la mirada, vio algo
en su computadora y cambió su cara de “¡Este mamahuevo cree que me va a
engañar!” a “claaaaro, ¿cómo no lo había pensando?, tiene sentido” y dijo:
–Visa aprobada.
–¿Paso por DHL? –Dije con la naturalidad de practicar un
discurso al espejo.
–Sí. ¡Siguiente! –Y le hizo señas a un señor en la cola que
estaba detrás de mí y que nunca había visto.