–¿De
dónde eres? –Me dijo Dave Grohl.
–De
un país que ya no existe. Pero igual toma esta bandera y esta camisa vinotinto,
son lo único que me queda de donde crecí... –Le dije antes de despedirme con un
apretón de manos y de pasar a la taquilla de inmigración para salir de
Colombia.
Tres
días antes salí de Caracas, emocionado por reencontrarme con Bogotá, mi segunda
ciudad favorita de Latinoamérica, por supuesto detrás de São
Paulo.
–¿Qué
viene a hacer a Colombia? –Me preguntó la encargada de inmigración.
–Vengo
a un concierto.
–Ah,
no me diga que viene acá solamente a ver un concierto. ¿Dónde es?
–Sí.
De verdad. Acá en Bogotá.
–Hoy
como a las 7 pasaron unos rockeros por aquí. Pero eran como viejos, pues, como
cuarentones. ¿Serían ellos?
–Eran
demasiado ellos. Qué lástima que no pasé por aquí un poco antes. ¿Foo Fighters,
sabe?
Cuando
nos enteramos que Foo Fighters venía a Sudamérica, supimos que el chance de que
vinieran a Venezuela era súper bajo. Ya había pasado más de 4 años del mítico
concierto de Metallica en Caracas y dos de la segunda vez que vino Aerosmith,
donde abrió Del Pez, quizá el último gran concierto de rock que vivió
Venezuela. A los días anunciaban que la única fecha del hemisferio norte de
América del Sur sería en Bogotá. Con el cupo electrónico de uno compramos las
entradas, con otros dos cupos cadivi compramos el regreso en Kayak porque en
bolívares sólo había de ida.
Después
del telonero, apareció Dave Grohl a la media hora. Antes del concierto nunca
supimos quiénes iban a abrirle a Foo Fighters. En Brasil, Argentina y Chile el
show lo había abierto Kaiser Chief, los carajos de Ruby, pero en el website de los británicos salía que el 31 de enero
tocarían en Liverpool. En la tarima se presentó una banda colombiana, con un
público que los animaba muy bien. Yo sin sentimiento nacional en esas tierras
no me emocionaba con los gritos de guerra que disparaban los teloneros. Los
“¡Vamos Colombia!” y “¡Hola Campín!” me mantenían inmutado. A ratos me
imaginaba una misma escena, pero en el Estadio de la UCV con Holy Sexy Bastards
teloneando y diciendo “¡Arriba Venezuela!” o “¡U-U-U-C-V!” y la piel se me
ponía de gallina sólo con pensarlo. Imaginaba a los tres o cuatro carajos haters que no sabían quienes eran los
Holy Sexys que les lanzaban latas desde el campo y fallaban, imaginaba a los
que sí sabían quiénes eran que decían en sus cabezas que qué bolas que no
apoyábamos el talento nacional; imaginaba las notas de prensa en Internet
diciendo que los Holy Sexy Bastards la habían partido en el concierto. Imaginaba
las caras de sorprendidos de algunos caraqueños por lo arrecho de nuestra
banda, la ansiedad de otros mandándolos a bajar para que Dave Grohl apareciera
más rápido, imaginaba las pancartas de Evenpro por todos lados, los logos de
Movistar, y a mis amigos que están viviendo fuera del país sentados en
el piso esperando que viniera a tocar la banda –según ellos– de verdad.
Eso pasaba
cada vez que cerraba los ojos. Como un animal extraño, me sentía en la tierra
de nuestros hermanos colombianos, como un cachorro que por aventurero se había
escapado del conuco y que se había topado hambriento en el de un vecino por no
saber seguir su propio rastro; agradecido por la comida que le dieron, pero
perdido por no estar en su propia casa.
Cuando
apareció Dave, la algarabía fue brutal. Todos los colombianos orgullosos de
albergar tal espectáculo levantaron globos de los colores de la bandera que les
dio nuestro Sebastián Francisco. Hubo globos amarillos en la zona especial,
azul en la preferencial y rojo en la parte detrás de la ambulancia. En Caracas
hubiera sido un peo coordinar esto. Si bien los colombianos se organizaron para
entregar las bombas vacías en la entrada de cada sección, esta lógica no
hubiera podido ser aplicable a Venezuela para hacer la bandera. De ser el
concierto en Caracas, capaz terminaba todo mezclado como vino tinto. Imaginé
que lo hacían en el concierto de Iron Maiden cuando los panas de la zona
preferencial tumbaron la cerca y se mezclaron todos con todos.
Something for nothing, The Pretender, Learn to fly, Breakout y My hero fueron las primeras que sonaron
hasta que llegó la torta latinoamericana. En medio de My hero las cornetas se apagaron y la gente de manera muy decente
apenas hizo unos pitidos. Dave, en Bogotá, le pidió a todo el mundo continuar
la canción y el Campín coreó unísono “There goes my hero watching as he goes,
there goes my hero he’s ordinary”. A los segundos el sonido volvió. Dave
terminó de cantarla y dijo que era la primera vez en el tour que esto le pasaba.
Una chama detrás de mí gritó “Sólo en Colombia pasa esto” y a mí se me iba a
salir una lágrima de impotencia. Entonces, en medio de la siguiente canción me
imaginé que el audio se iba en Caracas: allí le hubiéramos mentado la madre a
la gente de Evenpro ocho mil veces, hubiéramos tumbado (otra vez) la barrera de
la zona preferencial y mínimo arreglábamos las cornetas a coñazos, allí no sólo
una chama hubiera dicho “Sólo en Venezuela” sino casi todos lo hubiéramos visto
en Facebook, allí no nos hubiéramos arrechado por la falta de audio, sino que
lo hubiéramos disfrutado y hasta vuelto un chiste. Yo no quería estar viendo
este concierto en Bogotá. Yo no quería ver cuando sacaran la camisa de la
selección nacional de fútbol de Colombia, yo no quería oír que les dijeran que
los colombianos eran la mejor audiencia de Sudamérica, yo no quería escuchar
que les dijeran que en este país habían visto las mujeres más bellas, yo no
quería oír un “qué divino está este Dave” de las jevas de atrás, sino un “papi
qué bueno estás”. Hubiera cambiado mil veces durante el show el respeto al
espacio personal de los colombianos, la buena organización, el clima templado
perfecto para un concierto y la puntualidad; por haber escuchado esto en un
calor de mierda, con un cabrón tratando de ponerse delante de mí empujando como
un becerro y con un probable retraso de 2 horas y media de Evenpro por verlo en
mi tierra y con los míos. Hubiera dado mucho por oír un “¡Viva Venezuela!”, un
“¡Hola Caracas!” y por ver a Taylor Hawkins intentando darle al furruco en vez
de a Rami Jaffee con un acordeón en nuestra tierra, donde Gwen Stefani lloró
porque no entendía como en un país tan nulo y abandonado por los dioses del
desarrollo hubiera gente que pudiera cantar su música, o donde nos dábamos el
tupé de hasta suspender conciertos de Queen por un luto nacional, donde no sólo
se llenaban las fechas de Caracas, sino también en Maracaibo, Valencia y hasta
en Barquisimeto. En donde la música sonaba en todas partes que hasta Ricky
Martin llegó a tocar en la Feria de San José de Paraguachí, adonde ni Gualberto
Ibarreto iría ahorita. Hubiera preferido tener mi cédula mal plastificada de
venezolano en el bolsillo con la cartera adelante por miedo a que me robaran en
vez del pasaporte seguro en el bolsillo de atrás. Sí, maltripié increíble no
estar en Venezuela.
Y
entonces apagaron las luces, Dave vino al frente. Cantó la mitad de Times like these solito y a la mitad la
banda se apareció en el B-Stage. Tocaron una parranda de covers. Sonó Under Pressure.
Estallé en lágrimas. Me uní a la masa y se me olvidó toda verga.
Jamás
había llorado en un concierto. No sé si fue por el cover de Queen, por estar a
más de mil kilómetros de casa oyendo a Foo Fighters o porque me acordé de la
primera vez que oí Learn to Fly con
mis amigos del pueblo; o de la vez que ellos versionaron All My Life en The British Bull Dog en Margarita; o cuando cada vez
que voy a Margarita salgo con uno de mis viejos amigos que me queda en
Margarita, –pero que una semana antes de viajar a Bogotá me pidió plata para
comprar el pasaje de sólo ida a Buenos Aires– y cantamos a todo pulmón The Pretender en ese mismo Pub pero la
versión de la banda de Gabriela Lander y el gordo José Antonio de Paraguachí, o
porque recordé cuando le dije a un pana “marico, vamos a esa verga” y él me
dijo que iba a tratar y al final no vino por el peo de los pasajes y que por
tierra no dan cadivi y el dólar negro está por las nubes; me acordé de la
primera vez que oí Queen, de cuando lo ponía en Radio Jurel, la emisora
comunitaria de Antolín del Campo; de cuando interpretábamos la canciones de
estos coños jugando Rock Band; cuando escoñetamos la batería del Xbox tocando Tom Sawyer de Rush –que Foo Fighters
tocó para colmo aquí también–; cuando fuimos a conciertos en Caracas y en
Valencia porque en Caracas ya no querían prestar la UCV para grandes eventos
por el peo de la grama, lo cual era sólo una complicación marica porque en
Bogotá estábamos en un estadio donde le habían puesto un protector a la grama
sólo para que no se jodiera por el concierto.
Jamás
me había faltado el aire de esa forma. Desde Under Pressure y pasando por All
my life, Best of you hasta Everlong –que fue la última canción– mi
respiración fue difícil, como si me hubiera sumergido bajo el mar (¿de
lágrimas?) y luchara por alcanzar las pocas burbujas de aire que veía pasar.
Con
la piel de gallina, imaginé que al día siguiente me encontraba a la banda en la cola de
inmigración del Aeropuerto El Dorado y les decía que había venido sólo a
verlos. Dave ponía la misma cara de sorpresa de la señorita que me selló el
pasaporte de entrada.
–¿De
dónde eres? –Me dijo Dave Grohl.
–De
un país que ya no existe. Pero igual toma esta bandera y esta camisa vinotinto,
son lo único que me queda del país donde crecí. Por favor, cuídalos, guárdalos
en un sitio seguro. Me enorgullezco inmensamente de ello. –Le dije antes de
despedirme con un apretón de manos antes de pasar a la taquilla de inmigración
para salir de Colombia.
–¡Hey,
venezolano! –Me dijo Dave, del otro lado del Duty Free antes de abordar su
vuelo. –Guardaré estas cosas que me diste en mi colección de cosas raras. Eres
como un animal en peligro de extinción.
Volví
a abrir los ojos y terminaba Everlong.
La gente empezó a salir y el bullicio me devolvió a la realidad. Había estado
en el mejor concierto de toda mi vida. Agradecí inmensamente a mis amigos
colombianos por tal organización. Al día siguiente, cuando pasé por
inmigración, no estaba la banda. Les escribí a unos amigos, esperé en la puerta
con la última Manzana Postobón del viaje y abordé el avión de regreso a Caracas
con sólo 10 pasajeros.