jueves, 27 de marzo de 2008

Alrededor de La plaza Bolívar

Al principio el camino era de tierra y los dos jóvenes venían a escondidas de los padres. Se miraban y miraban a su alrededor: la iglesia, la pila y de agua, un hombre con dos baldes esperando que se llenaran en la pila de agua, la casa del alcalde, la alcadía, tres casas, unos bancos. Juanita y Ernesto habían acordado encontrarse allí porque era un pueblo cercano a donde ellos vivían y porque pocos -o casi nadie- los conocían en ese lugar.
Se encontraban en un banquito de cemento; se miraban indirectamente en una mezcla de pena y respeto. Cuando sus ojos se encontraban en una misma línea eran retirados con velocidad. Ernesto sólo se atrevía a besar la mano de Juanita dos veces por encuentro: cuando se encontraban y cuando se despedían. Estos eran sus momentos favoritos y esperaban con ansias el próximo encuentro; esos dos segundos en los que una parte de la piel de él tocaba la de ella. Aparte de ellos muy pocos usaban los dos bancos de la placita que estaba frente a la Iglesia San José.
Los días pasaban y la plaza seguía siendo la misma. De vez en cuando alguien usaba un banquito para esperar que se llenara el balde en la pila de agua. El domingo, un poco antes y después de la misa, era el único día en el que los bancos eran ocupados por más personas. La gente rezaba avemarías y padrenuestros de memoria; algunos oraban por sus familiares; otros, sólo lo hacía cuando veían que el padre se acercaba a abrir la Iglesia.
El tiempo fue pasando y entre el sol y la lluvia fueron agrietándose los bancos: deteriorándose. Muchos tocos caían sobre ellos y, a su alrededor, se podrían. Los pajaritos que vivían sobre las matas de la plaza cagaban por allí también. Los bancos olían muy feo, nadie quería sentarse en ellos: muchos bancos estaban en el suelo, la Iglesia se estaba desconchando y había muchas flores marchitas. La plaza estaba muy fea; hasta el señor de los baldes de agua esperaba parado.
Un día la casa del alcalde y la alcaldía se unieron en un solo bloque. Alguien se dio cuenta del estado de la plaza y el problema de las flores se solucionó de inmediato. La plaza quedó como un cementerio.
Tiempo después otra persona volvió a ver la plaza y ésta se modificó por completo. Tanto así que las únicas cosas que se mantuvieron en su sitio fueron las matas de toco, la pila de agua y la Iglesia. Los bancos de cemento y las flores habían sido eliminados. Llegaron los bancos de metal y con espaldar. Sin embargo, la Iglesia seguía desconchando y el hombre de los baldes seguía buscando agua de la pila. Incluso, ahora como la calle estaba asfaltada el hombre traía una carretilla con varios baldes. Juanita y Ernesto no ocupaban los bancos; ahora había parejas casi todos los días y a veces se veía a alguna a tempranas horas de la noche. Los tocos y los pajaritos seguían hacíendo de las suyas en la plaza, pero ahora, de vez en cuando, venía un hombre a limpiar la suciedad.
A medida que el tiempo pasaba más gente usaba los banquitos de la plaza. Ahora había chicles debajo de ellos y de nuevo el sol y la lluvia los atacaban directamente. Todo se desconchaba de nuevo, el hombre seguía buscando agua en la pila, y el hombre que limpiaba no se vio más.
Cuando la alcaldía construía su segundo piso alguien vio desde arriba a la Iglesia desconchándose. Esto provocó que la plaza se modificara completamente de nuevo. Regresaron las flores, se cortaron algunos brazos de la mata de toco, se desconchó completamente la Iglesia y se pintó. Se pusieron unos banquitos de madera barnizada con patas de metal. Una de las casas abandonadas cerca de la plaza se convirtió en una biblioteca, a la que le pusieron el nombre del alcalde. Se puso un busto de Bolívar al lado de una de las matas de toco y, para que combinara, se pintó de blanco la pila de agua. La fe le volvió al pueblo y la plaza Bolívar de Paraguachí estaba más llena que nunca. Muchas parejas se encontraban a toda hora; incluso en la madrugada, aunque sus encuentros no eran como los de Ernesto y Juanita.
La alcaldía era cada vez más alta a medida que pasaba el tiempo y la plaza se refundaba una y otra vez. A veces se refundaba con flores; en otras ocasiones se eliminaban y en otras se dejaban marchitas. Sin embargo lo único que nunca cambió fue el hombre que buscaba casi todos los días el agua en la pila de la plaza.

Soledades

Descansábamos cada uno en un chinchorro después del almuerzo, antes de volver a nuestra faena diaria. Papá volvía entonces a la plaza a trab...