Pensaba que era distinta porque estaba embarazada. Desde su puesto veía con envidia cómo se llevaban a sus amigas de Durazno, Pera y Manzana. Y ella, Guayaba, era la única que no era querida por los demás. Un día un niño la tomó, amagó que se la iba a llevar, pero cuando notó su embarazo la dejó de nuevo en el estante y no se dio cuenta de que la había dejado al revés. Ese fue el momento más feliz de toda su existencia, pero también el más triste, determinante. Al revés no podía comunicarse con sus amigas y era menos atractiva aún para la gente: se quedó aislada y sola. Por eso decidió despedirse de este mundo y abandonarlo todo. Así que hizo lo mismo que había hecho Mostaza aquél día: lanzarse al precipicio. En el instante en el que saltó recordó el momento de su embarazo, cuando en pleno camión desde la fábrica hasta el supermercado se golpeó con varios amigos, le entró un aire y empezó a abombarse. Todos dijeron que estaba embarazada. En el aire, mientras se aproximaba al suelo, se arrepintió de haber saltado; de que eso que llevaba adentro muriera con ella, aunque siempre tuvo sus dudas con respecto al embarazo, porque nunca se hizo una prueba.
Como estaba al revés cayó cabeza abajo y no quedó desparramada como Mostaza. Su tapa cedió con el golpe, ella dio media vuelta y giró en círculos por el piso, intacta, a su vez que todo el espeso líquido amarillo que tenía por dentro se le salió hasta que quedó vacía y se mantuvo esperando que lo que había parido le dijera “mamá”.