Centro de Reikiavik |
En el bar nadie veía el partido
de balonmano. Todo el mundo estaba pendiente de la otra pantalla. Esa que ponía
en primer plano a Lionel Messi para ver cuántos goles hacía en un juego de semifinales
de la Champions. Al principio sentí esa sorpresa estúpida de por qué en un país
que nunca había clasificado al mundial, y cuya selección nacional tenía un gran
partido de balonmano, tenía tanta gente volcada hacia el fútbol, además hacia
el fútbol extranjero. Después me acordé de Venezuela y me sentí estúpido. Entonces,
le di un sorbo a mi birra y me quedé meditando. Un par de minutos después
esbocé otra idea estúpida, sólo para aplacar el estar bebiendo solo en un bar;
me empecé a sentir alegre porque estaba en el culo del mundo y la gente estaba
apoyando a un sudamericano, a Messi, y bueno, yo era sudamericano, pues. Me
sentí arrecho, orgulloso, y sentía que podía hablar con cualquiera y decirle
“Epa, bicho, sabes que yo soy venezolano, que Venezuela queda cerca de Argentina,
pues, o sea, que yo tengo la misma sangre que Messi” y entonces pensé en
Chávez, en las paradas de autobús sin reloj, en la gente que aquí también le va
a muerte al Madrid o al Barça y me sentí como un bobo.
Así fue que me imaginé a un
islandés, un chamo como de mi edad que bebe solo en un bar en Caracas. En el
sitio, que es una tasca de chinos en Chacao, está viendo un juego de béisbol en
donde se siente identificado con un jugador español que todos en el bar
adoraban. Pero no pude imaginarme a un islandés feliz por un español, pensé que
el beisbolista en cuestión debería ser noruego para que hubiera mayor empatía
territorial, entonces empecé a construir la imagen de un Thor un poco menos
papiado con un bate de béisbol y vestido con la ropa típica de Los Leones del
Caracas. Así de absurdo, el islandés, que por alguna razón estaba en Caracas,
veía el juego de pelota, cruzando los dedos por el noruego beisbolista. En medio
de aquella algarabía el joven nórdico imaginaba que por la puerta del bar
entraría una venezolana de más de 1,70, así como las ha visto en la televisión
o buscando “venezuelan women naked” en Google o viendo videos de Reggaeton en
Youtube, pero sólo entraban chicas que si bien, no le quitaban el ojo de encima,
no era lo que él estaba buscando. Me sentí triste por el islandés, así que
cerré la tapa de imaginaciones superfluas y seguí con la birra de 900 coronas
en la barra del Hressó Bar esperando que alguien viniera a sacarme conversación.
En las calles de Reikiavik la
gente podía ser tan amable o tan anti parabólica como fueran las necesidades de
quien mira. Todos los islandeses, rubios y altos, hechos a imagen y semejanza
de sus dioses nórdicos (y nórdicas) parecían haber salido de un catálogo de
revista. No había uno que no pareciera imbuido por algún tipo de magia
ancestral de esas que ocultan la imperfección humana y engrandece la belleza y
rectitud.
En la mitología escandinava, la
belleza tenía que ser islandesa, pensaba cada vez que veía a un local en la
calle. Y de repente pensé en un Miss Universo onírico, animado por Gilberto
Correa, donde la chama de la recepción del hotel, o la chama que vendía
desayunos en el restaurant italiano, o la chama del bar, o la chama de la
agencia de viajes, o la chama de los perro calientes islandeses, o la de la
biblioteca municipal, o cualquier chama de Reikiavik, vencía en el certamen a
Venus, Hathor, Scarlett Johansson o Astarté y éstas últimas, tradicionales
diosas de la belleza occidental, se rendían ante los pies de la islandesa
perfecta que con solo una sonrisa era capaz de poner de rodillas a cualquiera.
Esa noche, cuando el partido del
Barça-Milán terminó, el bar se quedó solo. Sólo una mesa y yo veíamos el de
balonmano: una suerte de baloncesto con portero, en una cancha que me recordó
muchísimo al Gimnasio Ciudad de la Asunción. El equipo de Islandia tenía un
uniforme igualito al de trotamundos, mientras que los noruegos también tenían
uno con rasgos de básquet, pero rojo. No voy a negar que ver este deporte en TV
me parecía raro, sin embargo, ya lo había jugado en Margarita: el paraíso de 30
grados centígrados donde no sólo se importan quesos y electrodomésticos, sino
también deportes y unos cuántos gringos.
Islandia es conocida por su
mezcla de nieve y volcán. En la zona de Géisers uno puede ir caminando
sintiendo el frío ártico en la piel, mientras sale un chorro de agua a más de
cien grados del piso y entonces sentir un calor (y olor) fuerte. Pero ese frío
con calor no sólo forma parte de la geografía natural de la isla. Esta es una
condición que incluso vive dentro de la gente. Fríos como un iceberg, los
islandeses no hacen contacto a menos que sean llamados. Sin embargo, apenas se
les apela, prestan su total disposición al prójimo. El verbo ayudar está
tatuado en sus pálidas pieles con una tinta china.
Puedo mencionar algo que me
sucedió una semana antes de llegar a Reikiavik cuando cuidé a un bebé en el
metro de Copenhague. “Are you lost?”
Nos dijo una catira altísima con un coche, un bebé y ropa de invierno, que
salió de la nada. Estábamos buscando cómo llegar a la Estación Central desde
Islands Brygge (la zona más islandesa de toda Dinamarca), al mismo tiempo que
no comprendíamos cómo era que estábamos en el andén sin pagar el ticket de
metro. “¿Será qué es gratis?”, dijo uno. “¿Es que hay que comprarlo en el
tren?” asomó otro cuando cayó el are you
lost? de la treintañera con el coche.
Le di mi tarjeta de crédito con
la confianza de que en Dinamarca no te
roban y ella me dijo que le cuidara el bebé mientras iba y venía. En un
minuto volvió con un pase para cuatro personas y mi recibo. Nadie chequea que
hayas comprado el ticket. “Solo lo pagas porque hay que pagarlo”, nos dijo Sigríður
Jónsdóttir (El primer nombre se pronuncia Sika, para el segundo no nos
esforzamos: era muy pelúo), mientras nos indicaba cómo llegar a la Estación
Central. “¿Adónde van luego de dejar Dinamarca?”, preguntó en inglés, “Ellos
van a Escocia, yo voy a Islandia”.
Sika sacó su teléfono y me
preguntó cómo me llamaba. Inmediatamente me agregó en Facebook y me dijo que
ella era islandesa que si necesitaba algo no dejara de escribirle, que en
Islandia la gente es muy alta, que si nosotros éramos españoles porque éramos
“darker” que la gente aquí, que en Islandia hay que probar los dulces, que nos
bajáramos en esta estación, que nos escribimos luego, que está a la orden.
Una semana después aterricé en el
Keflavíkurflugvöllur. En donde, al apenas salir del aeropuerto, un rubio
gigante tomó mi maleta y me invitó a tomar el autobús, que él era el chofer,
que está a la orden para lo que necesite, que bienvenido seas a Islandia, que
no dejes de visitar la Laguna Azul, el Golden
Circle, que vayas a ver las ballenas, que no dejes de comer hot dogs, que compres chocolates.
Y sí, hice todo lo que el chofer
y Sika me dijieron que hiciera. Sólo que no vi ballenas, pero sí delfines. No
eran esos delfines que a uno le salen cuando va en el ferry convencional a
Margarita, éstos eran blancos e inmensos: “White
dolphins” dijo la guía turística.
Los noches pasaron entre nieve,
extranjeros, piscinas y bares. La última noche conocí a varios turistas en el
bar del hotel: primero a una pareja de Salzburgo que se habían quedado una
semana en el hotel Flamenco en Margarita: “lo único malo de Venezuela es que la
gente no sabe hablar inglés”. Después un tipo de San Francisco: “¿De Venezuela?
¡Qué bien! ¿Tomas tequila, no? ¡Mi jardinero es mexicano!”. Petr, de Pilsen:
“Me encanta el Ron Pampero”. Una irlandesa que vive en Londres: “Tengo una
pregunta, ¿Chávez es dictador o no?, a veces no entiendo”. Mientras que los
austriacos me pedían que les explicara Cadivi porque “cuando pagábamos con
efectivo, uno se da cuenta de que Venezuela es un país barato, pero si
pagábamos con tarjetas todo salía más caro, casi el doble o el triple; más caro
que en Suiza”. Y por último conocí una española, única alma en la frontera del
con el Polo Norte que podía entender la mezcla de fonemas que suelo producir: “Por
favor, frente a esta gente, háblame en inglés”.