Entré al hueco sin ningún problema, eran las nueve de la noche y no había mucha gente. Bajé las escaleras eléctricas, saqué mi ticket y vi a esos que hacen la cola porque nunca tienen para el multiabono. Llegué a los torniquetes mientras unos disfrazados de Daddy Yankee se ponían a hablar frente a ellos impidiendo el paso fluido. Era incómodo y olía mal. Era normal, me decía. La señora que le pegaba al niño bajaba delante de mí las escaleras. Abajo muy detrás de la raya amarilla me fijaba en la gente. ¿Qué más iba a hacer? El de los zapatos Nike forcejeaba sin verle la cara al del zarcillo para ver quien se pegaba más a la raya amarilla, la señora de al lado hacía gestos de desaprobación con su cara, pero ni por el carrizo se le ocurría irse a otro lado de la estación lejos de la demostración de superioridad por parte de los machos. La señora que le pegaba al niño se besuqueaba con un gordo de pelos en las axilas mientras el niño nos chillaba su melodía. La melodía del niño era una pieza musical entre una selva de fieras que se consumen unas a otras. Al final de la estación veía a una mujer sacándose la pintura de las uñas con un algodón que dejó en el piso cuando llegó el tren. En ese momento me quedé atrás observando la guerra de empujones y palabras. Para ellos esto era una rutina y tenían un guión de palabrotas preestablecido. Salieron y entraron todos en una semifusa. El niño seguía chillando. Quedaban dos segundos. Entré. No me empujó nadie.
En el vagón había pocas personas comparado con una hora pico. Adentro un hijo de Daddy Yankee ponía la música de su celular a todo volumen, mientas que sus amigos chita y chispita cantaban y hablaban de procrear con hembras. El niño llorón estaba con su mamá que le pegaba adentro. Seguía sonando su música y su mamá, cual instrumento, tocaba con más fuerza. El señor con pelo en las axilas le agarraba la cintura. Yo veía cerca la puerta sin querer adentrarme en la selva, sin querer ser devorado por alguna fiera hambrienta. Otra estación, empezaría la guerra. La marea me condujo hasta el interior del océano y luego me devolvió a mi sitio. Entró una señora: que soy pobre, que no tengo que comer, que estoy abandonada, que por favor dinero. La vieja parecía mudar la piel, daba lástima. Cuando hablaba todos volteábamos nuestras caras fingiendo no escucharla. Yo hacía las veces de tocar mi bolsillo y no encontrar nada. Sentí algunos billetes que había sacado del cajero. Me dije, no puedes dárselos, tú tampoco tienes qué comer. Un muchacho por aquí y otro por allá le daban alguna que otra moneda. Ella los bendecía y les suplicaba a los demás. Nadie más respondió. Salió y dijo con tono altanero "aquí nadie tiene plata y se montan en metro, van pal Sambil y gastan". Mi cerebro inmediatamente buscó una de esas fórmulas prediseñadas que tenemos para darme cuenta de que la señora no tenía razón. De que ella no tenía por qué decir eso, no hay derecho a ningún reclamo, además el pasaje del metro vale 50 céntimos. Empecé a preguntarme cuantas personas podía haber en el vagón y llegamos a Plaza Venezuela. Comenzaba la corriente a llevarme por la selva, a ser tocado en mis partes y a escuchar las onomatopeyas de los animales. De nuevo se estabilizó. Dentro seguía la melodía clásica del niño interpretada por su madre y auspiciada por el señor de las axilas quienes hacían competencia con Daddy Yankee, chita y chispita. Traté de pensar cuantas personas podía haber y me dije que cincuenta podía ser un buen número.
Entramos al túnel otra vez. El tren se detuvo. "Estimados usuarios hemos presentado fallas en nuestro sistema, en breve reanudaremos el recorrido". La música paró, se oían algunos cuchicheos. El niño dejó de chillar, ahora sólo se escuchaban susurros. Había un oficinista quien se echaba aire con el periódico; un rastafary con audífonos que movía la cabeza de arriba abajo y ponía los ojos en blanco. Sólo se escuchaban susurros. La selva se había tranquilizado por un instante y sus criaturas habían dejado de atacar a las otras. Todo era paz, susurros y calma. De pronto, se fue la luz. El gallinero se alborotó, muchos gritaban incluyendo el niño que era tocado por su madre imponiendo el ritmo a la melodía. Ella era la única violinista de la orquesta y el niño el único violín. Yo seguía de espectador auditivo. La oscuridad era total lo que me ayudaba a concentrarme en la música. Sonó por un instante un instrumento raro y me cagué. Me agaché pegado a la puerta y a la tablita de una de las sillas mientras seguía devorando mi concierto. De repente entró un tenor. "Señores y damas… esto no lo hago por mí, es por mi vieja a quien no le dieron nada. Se me bajan de la mula ya o los quiebro a todos". Levanté la cabeza para observar y lo único que vi fue la lucecita de un celular que medio mostraba una mano agarrando una pistola. Cuando el tenor se calló inmediatamente fue aceptado por el público y estallaron los aplausos. Sonaba la quinta de Beethoven, La Llamada del Destino. El violín de la mamá sonaba más desesperado de lo normal, pero aún así la música era buena, tenía ritmo. Aumentaban los aplausos, la velocidad, el suspenso. Se incorporaba la flauta, el clarinete en Si bemol y en Do, los oboes, los fagots. Yo me levantaba de mi asiento para aplaudir y tocaba el botón y nada. No había luz, si me pillaban me mataban. Seguía intentando y nada. Pensaba que no podía ser visto. La gente se quejaba y entregaba sus pertenencias al tenor que estaba callado y aún señalaba su instrumento con el celular. El violín aumentaba en velocidad y era apoyado por algún contrabajo. Llegó la luz, sonó la trompeta por fin. Todos vimos al tenor que nos había inspirado con su voz, quien sin querer culminó la obra con su instrumento por la sorpresa provocada. El violín calló, silencio total, las gotas de sangre en la ventana, la mamá con un grito ahogado, yo tocaba la trompeta de nuevo. El arma cayó también. Los amigos de Daddy Yankee se fueron sobre el tenor junto al oficinista y el rastafary. El arma llegaba a mis pies. Todo era de nuevo una selva, se habían convertido en zamuros que estaban esperando la muerte del león para comérselo. Para la madre aún sonaba La Llamada del Destino y yo seguía tocando la trompeta esperando que llegara el tren a la otra estación.