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martes, 5 de mayo de 2015

La vez que fui a pedir la visa de turista para EEUU


“¿Adónde quiere ir en los Estados Unidos?”

Mi pie derecho tembló cuando el catire hizo la pregunta. Ese momento fue como si el tiempo se detuviera para mostrarme un mapa holográfico de los 48 estados circundantes por donde mi mirada pasó intempestivamente. Lo primero que se me vino a la cabeza fue decir “Georgia” y pensé que no tenía cómo justificarle al gringo por qué quería ir para allá y no a Miami a visitar unas tías como el resto de los que habían pasado por allí hoy. Mi cabeza se fue a 1996 en los días de las olimpiadas de Atlanta por Venevisión; recordé esa tarde cuando la nadadora china Le Jingyi se llevó el oro y en mi casa, a miles de kilómetros de Georgia (y de China), en un pueblo casi inhóspito de una pequeñita isla del Caribe llamado San José de Paraguachí por algunos conquistadores puritanos españoles del siglo XVI, mi familia que constaba de una mamá soltera, una abuela evangélica y dos carajitos de 2 y 7 años celebramos a gritos, como si nuestra isla hubiera logrado la independencia de Venezuela o como si Venezuela hubiera logrado entrar a un mundial de fútbol. La razón de esta celebración se remitía a 2 años antes; justo dos meses previos al nacimiento de mi hermana. En esa fecha, la misma china había impuesto el récord mundial de 100 y 50 metros libres en nado y había sido nombrada atleta del año por la “United Press International” y como mi mamá siempre ha sido contracorriente (aunque nunca quiso definirse como hippie, estoy seguro de que si fuera una pava ahorita y tuviera que jode real, fuera hipster y viviría que si en Ulán Bator) decidió ponerle a mi hermana, dos meses después, Jingyile Teresa.



Me imaginé la cara del gringo cuando le dijera: Mira, yo la verdad es que quiero ir a Georgia, mi pana, porque cuando yo era carajito estábamos frente al televisor viendo Venevisión, y me acuerdo de las olimpiadas de Atlanta y de cuando la china Le Jingyi que nosotros pensábamos que era japonesa ganó la medalla de oro. Me acuerdo de queeee, verga, en la casa lloramos de alegría. Mi abuela hizo esa tarde una batido de níspero con leche condensada bien rico y mi mamá hizo un brazo gitano que le quedó bien bueno. Me acuerdo de que celebramos muchísimo, como si esa Le Jingyi fuera en realidad mi hermana y de sólo pensar en estar en esa misma ciudad se me erizan los pelos. La verdad es que quiero ir al sitio donde la china se llevó la medalla de oro, hacerme una selfie y mandársela a mi hermana y mi mamá y quizá, ¿por qué no?, echarme un baño de piscina ahí, claro, si me dejan, no creas que me voy a meter en la piscina así sin pedir permiso.

Después de oír tan empastelado cuento, al cónsul no le quedaba de otra que decirme “visa negada”, para por lo menos mantener la seriedad de su cargo.

Un mes antes de ir a la Embajada de Estados Unidos en Caracas, con 25 años y ya al haber recorrido la mitad de Sudamérica y Europa, Rusia, haber tocado África, haber llegado al Océano Ártico y haberme echado un baño de playa en el Mar Báltico, mi roommate me dijo que por qué coño yo no tenía visa. Yo le dije que no me interesaba en nada ir a Estados Unidos, le medio conté la historia de Atlanta 96 como que era lo que me interesaba más y ella me reviró el ojo. Me dio un discurso de que era importante, de que muchas aerolíneas pasan por allí y necesitas la visa incluso para hacer escala, de que me abriera la cuenta en un banco allá, de que visitara Nueva York porque era arrechísimo, la ciudad de SpiderMan, ¿sabes? Y bueno, por ahí me agarró.

Me fui un día de esos a la página web a regañadientes. Me tomé la foto que tienes que cargar en el website con el celular y de vaina le paré a las indicaciones que pedían, llené todo el formulario y me dieron cita para dentro de dos semanas. Recuerdo que tuve que hacer un depósito y ya. En la noche anterior, mi roommate andaba toda alegre, como si fuera a una especie de graduación de primera comunión donde ella me apadrinaba.

Llegué a la embajada e hice una cooola inmensa. Desde el principio te das cuenta de que todo está organizado de una manera muy diferente en las que se organizan las cosas en el país. Mis compañeros de cola, para suerte mía eran todos chamos, aunque ellos iban a pedir la visa de estudiante para mejorar el inglés o meterse en algún máster. Detrás de mí tenía un chamo como de 16 años que jamás había salido del país, ni tampoco sus padres, pero que habían reunido unos churupos para mandarlo 4 meses a estudiar inglés antes de que empezara la universidad. La chama delante de mí iba a hacer un máster en ingeniería electrónica en una universidad en Delaware. Y la chama más adelante de ella se iba a hacer un curso de un año en Nueva York. Yo era el único que había ido a la embajada sin propósito “porque una amiga me dijo que viniera” y que según ellos me la iban a rechazar porque era soltero, sin hijos, sin propiedades, tenía 25 años y era un absoluto pobre desclasado. El perfecto target para negarle la visa “porque te vas a quedar a trabajar de ilegal”.

Cuando la cola siguió avanzando pasamos a una sala de espera con sillas y un televisor. La pantalla pasaba un documental sobre los parques nacionales de Estados Unidos. Recordé una conversación entre copas que tuve con una amigo en Margarita sobre viajes. Él decía que sin duda, si no quería ir a Gringolandia por lo mainstream, lo pensara dos veces porque los parques nacionales valían la pena muchísimo. El televisor mostró un géiser que hacía erupción en Yellowstone. Hasta ese momento no sabía que en EE.UU. había géiseres. Lo único que sabía de Yellowstone antes de llegar a la embajada era que ahí vivía el oso Yogui. A mí todo el asunto de los géiseres siempre me llamó mucho la atención. Muchos años antes, cuando pude pagarme mi primer viaje fuera del país, decidí ir a visitar el pedazo de tierra más lejano que mi presupuesto me permitiera llegar; así fue como terminé en Islandia entre géiseres, nieve y volcanes: una experiencia brutal.

Geyser en Yellowstone

Cuando ya estaba en la cola para ser abordado por alguno de los cónsules recordé las historias de varios amigos: la del hermano de un pana que le habían negado la visa 4 veces, la de una chama que se había puesto a llorar tan fuerte después del rechazo que la seguridad de la embajada la tuvo que sacar, y la de cónsul que era como chino, pero en realidad era un gringo que era el más arrecho y malo, porque no te aprobaba una visa si no tenías casa propia. En los puestos de interrogación, la gente asustada atendía las preguntas del inquisidor norteamericano. Se veían familias enteras asustadas, con carpetas inmensas debajo del brazo, llenas de papeles de vida y con caras de terror más esperanza. Como con ese sustico que nos daba frente al carajo de alguna tienda afuera de Venezuela mientras esperábamos a ver si pasaba nuestra tarjeta de crédito venezolana. Los entrevistados tenían cero privacidad ya que desde la cola se escuchaba todo. “¿Tiene familia en EE.UU.?”, “¿en casa de quién se va a quedar?”, “¿tiene propiedades en Venezuela?”, muéstreme sus estados de cuenta de los últimos dos años, ¿qué va a hacer en Estados Unidos?, ¿cuál es el motivo de su viaje? Mi arrepentimiento por no haberle parado bolas a mi roommate en que tenía que ir preparado para la entrevista empezó a crecer con los segundos que tenía en la cola. Me empecé a dar duro a mí mismo achacándome las bolas que tenía para sólo traer una referencia bancaria; esas que no dicen cuánta plata tienes, sino tantas cifras bajas o altas (aunque las mías siempre han sido bajas por pobre) y una carta de trabajo que me había hecho Guillermo, un pana, un días antes y que no le habíamos podido poner el sello de su empresa.

Los “negada” y “aprobada” retumbaban en el pasillo como una voz de ultratumba. El momento era como si un espíritu entrara dentro del cuerpo del cónsul por los segundos en los que abría la boca para darle la información al pobre ciudadano de segunda desde el más allá.

La chama que iba más delante de mí le aprobaron su visa de estudiante por un año. Yo era el siguiente en la cola y avancé hacia el cubículo del catire cuando me hizo un “ven” con las manos.

–Buenos días, ¿cómo le va?

–Muy bien, gracias. –Dije con las bolas en la garganta. No quise agregar más nada. Según todo el mundo uno sólo debía decir en el cubículo lo que te estuvieran preguntando.

–¿Adónde quiere ir en los Estados Unidos?

–A Yellowstone… –El catire puso una cara de intriga por lo que me sentí obligado a completar– …por los géiseres.

Cuando terminé mi explicación, él bajó la mirada, vio algo en su computadora y cambió su cara de “¡Este mamahuevo cree que me va a engañar!” a “claaaaro, ¿cómo no lo había pensando?, tiene sentido” y dijo:

–Visa aprobada.

–¿Paso por DHL? –Dije con la naturalidad de practicar un discurso al espejo.

–Sí. ¡Siguiente! –Y le hizo señas a un señor en la cola que estaba detrás de mí y que nunca había visto.



lunes, 14 de mayo de 2012

Una mezcla de nieve y volcán


Centro de Reikiavik

En el bar nadie veía el partido de balonmano. Todo el mundo estaba pendiente de la otra pantalla. Esa que ponía en primer plano a Lionel Messi para ver cuántos goles hacía en un juego de semifinales de la Champions. Al principio sentí esa sorpresa estúpida de por qué en un país que nunca había clasificado al mundial, y cuya selección nacional tenía un gran partido de balonmano, tenía tanta gente volcada hacia el fútbol, además hacia el fútbol extranjero. Después me acordé de Venezuela y me sentí estúpido. Entonces, le di un sorbo a mi birra y me quedé meditando. Un par de minutos después esbocé otra idea estúpida, sólo para aplacar el estar bebiendo solo en un bar; me empecé a sentir alegre porque estaba en el culo del mundo y la gente estaba apoyando a un sudamericano, a Messi, y bueno, yo era sudamericano, pues. Me sentí arrecho, orgulloso, y sentía que podía hablar con cualquiera y decirle “Epa, bicho, sabes que yo soy venezolano, que Venezuela queda cerca de Argentina, pues, o sea, que yo tengo la misma sangre que Messi” y entonces pensé en Chávez, en las paradas de autobús sin reloj, en la gente que aquí también le va a muerte al Madrid o al Barça y me sentí como un bobo.

Así fue que me imaginé a un islandés, un chamo como de mi edad que bebe solo en un bar en Caracas. En el sitio, que es una tasca de chinos en Chacao, está viendo un juego de béisbol en donde se siente identificado con un jugador español que todos en el bar adoraban. Pero no pude imaginarme a un islandés feliz por un español, pensé que el beisbolista en cuestión debería ser noruego para que hubiera mayor empatía territorial, entonces empecé a construir la imagen de un Thor un poco menos papiado con un bate de béisbol y vestido con la ropa típica de Los Leones del Caracas. Así de absurdo, el islandés, que por alguna razón estaba en Caracas, veía el juego de pelota, cruzando los dedos por el noruego beisbolista. En medio de aquella algarabía el joven nórdico imaginaba que por la puerta del bar entraría una venezolana de más de 1,70, así como las ha visto en la televisión o buscando “venezuelan women naked” en Google o viendo videos de Reggaeton en Youtube, pero sólo entraban chicas que si bien, no le quitaban el ojo de encima, no era lo que él estaba buscando. Me sentí triste por el islandés, así que cerré la tapa de imaginaciones superfluas y seguí con la birra de 900 coronas en la barra del Hressó Bar esperando que alguien viniera a sacarme conversación.

En las calles de Reikiavik la gente podía ser tan amable o tan anti parabólica como fueran las necesidades de quien mira. Todos los islandeses, rubios y altos, hechos a imagen y semejanza de sus dioses nórdicos (y nórdicas) parecían haber salido de un catálogo de revista. No había uno que no pareciera imbuido por algún tipo de magia ancestral de esas que ocultan la imperfección humana y engrandece la belleza y rectitud.
En la mitología escandinava, la belleza tenía que ser islandesa, pensaba cada vez que veía a un local en la calle. Y de repente pensé en un Miss Universo onírico, animado por Gilberto Correa, donde la chama de la recepción del hotel, o la chama que vendía desayunos en el restaurant italiano, o la chama del bar, o la chama de la agencia de viajes, o la chama de los perro calientes islandeses, o la de la biblioteca municipal, o cualquier chama de Reikiavik, vencía en el certamen a Venus, Hathor, Scarlett Johansson o Astarté y éstas últimas, tradicionales diosas de la belleza occidental, se rendían ante los pies de la islandesa perfecta que con solo una sonrisa era capaz de poner de rodillas a cualquiera.

Esa noche, cuando el partido del Barça-Milán terminó, el bar se quedó solo. Sólo una mesa y yo veíamos el de balonmano: una suerte de baloncesto con portero, en una cancha que me recordó muchísimo al Gimnasio Ciudad de la Asunción. El equipo de Islandia tenía un uniforme igualito al de trotamundos, mientras que los noruegos también tenían uno con rasgos de básquet, pero rojo. No voy a negar que ver este deporte en TV me parecía raro, sin embargo, ya lo había jugado en Margarita: el paraíso de 30 grados centígrados donde no sólo se importan quesos y electrodomésticos, sino también deportes y unos cuántos gringos.

Islandia es conocida por su mezcla de nieve y volcán. En la zona de Géisers uno puede ir caminando sintiendo el frío ártico en la piel, mientras sale un chorro de agua a más de cien grados del piso y entonces sentir un calor (y olor) fuerte. Pero ese frío con calor no sólo forma parte de la geografía natural de la isla. Esta es una condición que incluso vive dentro de la gente. Fríos como un iceberg, los islandeses no hacen contacto a menos que sean llamados. Sin embargo, apenas se les apela, prestan su total disposición al prójimo. El verbo ayudar está tatuado en sus pálidas pieles con una tinta china.

Puedo mencionar algo que me sucedió una semana antes de llegar a Reikiavik cuando cuidé a un bebé en el metro de Copenhague. “Are you lost?” Nos dijo una catira altísima con un coche, un bebé y ropa de invierno, que salió de la nada. Estábamos buscando cómo llegar a la Estación Central desde Islands Brygge (la zona más islandesa de toda Dinamarca), al mismo tiempo que no comprendíamos cómo era que estábamos en el andén sin pagar el ticket de metro. “¿Será qué es gratis?”, dijo uno. “¿Es que hay que comprarlo en el tren?” asomó otro cuando cayó el are you lost? de la treintañera con el coche.

Le di mi tarjeta de crédito con la confianza de que en Dinamarca no te roban y ella me dijo que le cuidara el bebé mientras iba y venía. En un minuto volvió con un pase para cuatro personas y mi recibo. Nadie chequea que hayas comprado el ticket. “Solo lo pagas porque hay que pagarlo”, nos dijo Sigríður Jónsdóttir (El primer nombre se pronuncia Sika, para el segundo no nos esforzamos: era muy pelúo), mientras nos indicaba cómo llegar a la Estación Central. “¿Adónde van luego de dejar Dinamarca?”, preguntó en inglés, “Ellos van a Escocia, yo voy a Islandia”.

Sika sacó su teléfono y me preguntó cómo me llamaba. Inmediatamente me agregó en Facebook y me dijo que ella era islandesa que si necesitaba algo no dejara de escribirle, que en Islandia la gente es muy alta, que si nosotros éramos españoles porque éramos “darker” que la gente aquí, que en Islandia hay que probar los dulces, que nos bajáramos en esta estación, que nos escribimos luego, que está a la orden.

Una semana después aterricé en el Keflavíkurflugvöllur. En donde, al apenas salir del aeropuerto, un rubio gigante tomó mi maleta y me invitó a tomar el autobús, que él era el chofer, que está a la orden para lo que necesite, que bienvenido seas a Islandia, que no dejes de visitar la Laguna Azul, el Golden Circle, que vayas a ver las ballenas, que no dejes de comer hot dogs, que compres chocolates.

Y sí, hice todo lo que el chofer y Sika me dijieron que hiciera. Sólo que no vi ballenas, pero sí delfines. No eran esos delfines que a uno le salen cuando va en el ferry convencional a Margarita, éstos eran blancos e inmensos: “White dolphins” dijo la guía turística.

Los noches pasaron entre nieve, extranjeros, piscinas y bares. La última noche conocí a varios turistas en el bar del hotel: primero a una pareja de Salzburgo que se habían quedado una semana en el hotel Flamenco en Margarita: “lo único malo de Venezuela es que la gente no sabe hablar inglés”. Después un tipo de San Francisco: “¿De Venezuela? ¡Qué bien! ¿Tomas tequila, no? ¡Mi jardinero es mexicano!”. Petr, de Pilsen: “Me encanta el Ron Pampero”. Una irlandesa que vive en Londres: “Tengo una pregunta, ¿Chávez es dictador o no?, a veces no entiendo”. Mientras que los austriacos me pedían que les explicara Cadivi porque “cuando pagábamos con efectivo, uno se da cuenta de que Venezuela es un país barato, pero si pagábamos con tarjetas todo salía más caro, casi el doble o el triple; más caro que en Suiza”. Y por último conocí una española, única alma en la frontera del con el Polo Norte que podía entender la mezcla de fonemas que suelo producir: “Por favor, frente a esta gente, háblame en inglés”.

Soledades

Descansábamos cada uno en un chinchorro después del almuerzo, antes de volver a nuestra faena diaria. Papá volvía entonces a la plaza a trab...