Mostrando entradas con la etiqueta Estados Unidos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Estados Unidos. Mostrar todas las entradas

lunes, 20 de febrero de 2017

De cómo boté a mi mamá en Las Vegas

No entiendo, Betty. ¿Adónde se fue? -Dije llorando dos horas después de buscar a mi madre por todo The Venetian sin éxito.




********

Cuando vivía en Chicago mi mamá vino a visitarnos un par de semanas. Ella iba a cumplir 50 años y era la primera vez que iba a salir de país. Mi madre estaba súper emocionada; tanto así que todo el vuelo de ida venía mandando fotos por WhatsApp de cada esquina del aeropuerto gringo que le pareciera bonita.

Yo, la verdad, estaba medio cagado. Mi mamá no hablaba inglés. Nunca había tenido una experiencia con la ley fuera de Venezuela y, como Cadivi ya no existía, venía con unos pocos dólares que le compró a un carajo por Rattan Plaza. 

O sea, tipo que le preguntan unas vainas ahí, mi mamá responde mal y la devolvían como a la colombiana ésta que se le ocurrió decirle al carajo de inmigración que “iba a estudiar inglés” con una visa de turista (menos mal que cuando mi mamá fue a Chicago aún estábamos en la era de Obama: con Trump no sé cuán insoportables hubieran sido estos nervios).

Total que mi mamá pasó la inmigración en Houston cómoda, cual Blanca Ibáñez. Después le tocaba escala en Cleveland antes de pisar Chicago. Nosotros hicimos un cálculo errado y llegamos como 10 minutos después de que mi madre apareciera donde se agarran las maletas en O’Hare. Mi mamá se cagó. Mencionó que cuando salió de las puertas y no nos vio le entró como un ataque. Como una desesperación por estar perdida, no tener WiFi (en O’Hare hay 45 minutos de conexión gratis, pero hay que saber leer en inglés para llegar a eso) y no saber ni cómo hablar con alguien. Entonces, nos dijo que para calmarse respiró profundo. Se sentó y se puso a matar una de Pet Saga en el teléfono mientras. Total que si en media hora no aparecíamos iba a hablar con la policía.

Me imaginé a mi madre con el acento del personaje de Sofía Vergara en Modern Family diciendo “Polis, polis, plis. ¡Jelp, jelp! Ayam lost. Ay lost mai children”.

Ya en Chicago nos instalamos a convivir. Todo bien. Mi madre expresaba cada cierto tiempo su sorpresa por estar en Estados Unidos. “¡Ay hijo, no puedo creer que YO estoy en Chicago!”, decía acentuando el yo. “Pellízcame a ver si no es un sueño. ¿De verdad estoy aquí?”. 

Vivía en un ensueño que se mezclaba con la cercanía de su 50 cumpleaños que iba a celebrar con nosotros en la ciudad de los vientos (o por lo menos eso creía ella).

Así en esa magia, ella quiso hacer todo y probar todo. Leía en Internet que si había una feria de hot dogs y entonces decía que quería ir. Leía que iban a arreglar una fuente y entonces quería verla. Esa clase de cosas que uno hace cuando sale por primera vez de las fronteras geoculturales.

Así un día le dio un antojo de comida thai que le cumplimos para honrar su visita. A mí me encanta la comida picante y los restaurantes thai suelen tener buenas opciones para quemarse la boca bien rico. Terminamos yendo a uno que nos recomendó un pana maracucho.

Al día siguiente íbamos a reunirnos con unos amigos de Puerto Ordaz a ver un concierto de esos gratuitos en el Millenium Park. En pleno viaje de Uber, mi mamá empezó a comentar que se sentía medio mal de la barriga.

-¿Mamá, tienes ganas de cagar?- dije sin pudor alguno, pensando que el uberdriver seguro no entendía papa de español.
-Hijo yo creo que sí, pero se me va a pasar. Es como un ardor en la barriga con cólicos. No sé; como ganas de vomitar también.

Me cagué. Lo peor que pudiera pasar era que mi mamá se enfermara en la verga esa. Me acordé de cuando le compré el pasaje y la página web me preguntó que si quería abonar 100 dólares más por un seguro médico de viaje que no pagué para ahorrar plata. Me acordé de que hasta la mandé con escala en Cleveland (y no directo) para poder ahorrar dinero y pagar cosas como el restaurante thai o la sorpresa para celebrar sus 50 años.

Me arrepentí. Me acordé de cuando un pana tuvo que pagar 3900 dólares por un dolor de barriga porque los médicos gringos querían descartar cualquier cosa (incluyendo cáncer o úlceras) y al final lo que hicieron fue recetarle Peptobismol para taparle el chorro. Me arrepentí mal. ¡Señores, nunca saquen a su mamá del país sin seguro médico! ¡Hay unos que hasta se pagan en bolívares!

Cuando llegamos al Millenium Park acompañé a mi mamá a “cagar” hasta la puerta del baño. “No era caca, hijo”, me dijo para hundirme más en mi miedo a visitar un hospital y completó: “¿Aquí no hay algo como un CDI? ¿Ajuro hay que pagar?”

Así fue cómo mi madre sufrió el shock cultural del capitalismo salvaje por primera vez. Nos devolvimos a casa con ella en llanto del dolor. Me dijo que le buscara ranitidina si eso existía aquí y efectivamente lo conseguí en el supermercado de abajo como a 30 dólares la cajita. Le compré tres como para que se llevara a Venezuela y mi mente me castigó con una matemática simple 3x30=90: aquí tienes, pendejo, lo mismo que te hubiera salido comprar un seguro.

Después de tomárselo, mi mamá dejó de gritar y se durmió. Yo asustado le preparé la cena a Betty y hablamos de qué íbamos a hacer con la sorpresa. 

Mi madre cumplía años el domingo (ese día era miércoles) y nosotros habíamos preparado un viaje a Las Vegas el viernes en la tarde. Le habíamos dicho a mi madre que íbamos a Cleveland a un campamento que queda cerca de la ciudad y que íbamos a pasar su cumpleaños en un parque nacional entre carpas, colchones inflables, repelente de zancudos y trajes de baño para el río. Así fue como inventamos hacer una maleta con unos colchones inflables para que ella viera que todo era real (en realidad estos colchones sería donde dormiríamos en Las Vegas porque íbamos a llegar a casa de un amigo de Betty que se acababa de mudar).

Betty y yo no sabíamos cómo íbamos a sorprenderla: si decírselo en el aeropuerto o si más bien decírselo en Las Vegas. El segundo plan tenía un problema que era que el vuelo a Cleveland mi mamá ya lo había hecho y también conocía ese aeropuerto. Sabía que de ahí a Chicago eran sólo 50 minutos, mientras que el vuelo que haríamos a Las Vegas iba a ser de tres horas y media.

Así fue que pasó un día más y mi mamá seguía con el dolor. Pedía médico y nosotros no podíamos hacer nada. Le dimos más ranitidina con jengibre rallado, manzanilla y limón. Mi madre pedía cualquier rama que hubiera disponible en el imperio. Menos mal que el cariaquito morado no crecía en Chicago, porque se hubiera agotado durante esos días.

-Hijo, no voy a ir a Cleveland. Me voy a quedar aquí para descansar. Vayan ustedes; diviértanse. Eso sí déjame alguito para comer que no pienso salir del apartamento. -Me dijo de esa forma en la que las madres son desprendidas y que sacrifican algo suyo (su cumpleaños número 50) en beneficio de un hijo.

-¿Tú eres loca, mamá? ¡Tú te vienes! ¿No viste que ya pagamos un poco de plata por los pasajes? ¡Toma! -Le dije estirándole otra ranitidina. Luego le ofrecí más manzanilla, más limón, más guarapos de esos gringos que venden para la mala digestión.- Te duermes hoy y y mañana estás fina -finalicé. Me sentí como un hijo grande en ese momento. Como esos hijos que ya crecieron tanto que le dan órdenes a sus padres y ellos no pueden hacer más nada que obedecer.
A eso de las 3:00 am mi mamá tocó la puerta del cuarto: “Hijo ya estoy bien. Me acabo de levantar y no siento dolor. ¡Vamos a Cleveland mañana, no perdamos esa plata!”

Al día siguiente nos fuimos al aeropuerto. Yo le mandé un boarding pass falso a su celular que decía que iba a Cleveland, pero cuyo código QR leía “Las Vegas”. Le pedí al agente del security check que por favor no pronunciara la ciudad adonde íbamos porque era una sorpresa para mi madre. El chamo me picó el ojo y me devolvió un sincero “have a nice weekend!”

En la puerta de embarque la suerte nos ayudó. La puerta para Las Vegas era la 6 y ahí decía Baltimore. Mi mamá no sospechó nada. Me dijo “hijo ahí dice Baltimore, no Cleveland”. Y yo le respondí con el orgullo venezolano: “Ay mamá, es como en Maiquetía que dice Porlamar y en realidad están embarcando para Santo Domingo. Uno tiene que acercarse y preguntar”.

Efectivamente. Estaba malo. El vuelo a Las Vegas salía por la puerta 12. Entonces me devolví y le dije a mi mamá y a Betty: “Es que tienen un error en el sistema; el vuelo a Cleveland es en la puerta 12. La chica dice que la pantalla allá se dañó y dice Las Vegas”.

Total que nos montamos en el avión y apenas nos sentamos mi madre se durmió. “¡Gracias a Dios!”, pensé; así es más difícil que se dé cuenta del pasar del tiempo.

-Hijo, yo vine de Cleveland a Chicago y fueron 50 minutos. Yo siento que he dormido mucho y no llegamos. -Dijo al despertarse dos horas después.

-Ay, mamá. Si apenas te dormiste 20 minutos. Mira, lo que pasa es que dentro de Estados Unidos hay diferentes husos horarios y el de Cleveland es diferente al de Chicago. Entonces si volaste 50 minutos de ida; la vuelta es una 1 hora y 50.

-Pero eso no tiene sentido porque es el mismo trayecto. -Me inquirió. Entonces yo le respondí con toda la seguridad de Jim Carey en Mentiroso, mentiroso:

-Mamá, es que estamos viajando en sentido contrario a la rotación de la tierra. Mira -dije mostrando mis manos como si una fuera un planeta y la otra un avión- si la tierra se mueve así y el avión va así; ¿va más rápido, no?, pero si la tierra se mueve al mismo sentido que el avión, entonces al avión le va costar más llegar.

Con esa historia logré una hora más de sueño de mi madre que sirvió hasta llegar a Las Vegas. 

“Welcome to Las Vegas”, dijo la aeromoza. “¡VEGAS, BABY!”, gritaron unos gringos en el fondo. “Ya se me cagó la sorpresa”, pensé yo. Vi a Betty y con sus ojos me dijo lo mismo. Mi madre ni se inmutó. 

-Bueno, mamá, ya estamos en Cleveland. 

-Sí, qué bueno, hijo. -¡Ja! la sorpresa estaba intacta. Ni el Luxor ni las luces ni todo lo llamativo del Strip lograron sacar a mi mamá de su mentira. Sin embargo, no aguantamos más y se lo dijimos apenas pusimos un pie en el aeropuerto.

-Mamá, estamos en Las Vegas. -Mi mamá vio a Betty como para confirmar y ella asintió. Mi madre no se lo podía creer. 

-Ay, no, hijo. No juegues con eso.

-Mamá, estamos en Las Vegas. Es en serio. Vinimos por el fin de semana. -Betty repitió lo mismo.
-¡Ay, no me jodan! ¿Tú te imaginas que yo de verdad estoy en Las Vegas? ¿Tú te imaginas que de verdad estamos en Las Vegas? ¡Ay no lo puedo creeer! -Betty y yo le señalamos un cartel que decía “Welcome to Las Vegas” en el aeropuerto- ¡HIJO! Sí estamos en Las Vegas, ¿por qué estamos vestidos así? ¡Ay señor, yo sólo traje ropa para un campamento en el río y un traje de baño! ¡Ay, te imaginas cuando le cuente a mi esposo!





Así fue que todo rastro de la enfermedad desapareció con la euforia. Aterrizamos en Nevada a las 12:00 am. Fuimos a dejar las cosas a casa de Uri, el amigo de Betty, y nos fuimos a pasear a las 2:00 am por el Caesar y un poquito por el Strip. Mi madre sólo decía que no iba a dormir, que dormiría en Chicago o, peor aún, si la cosa seguía así, iba a dormir ya era en Paraguachí.

A Betty y a mí no nos gustan los casinos. Así que nuestra emoción por venir a esta ciudad se traducía en casarnos otra vez (habíamos organizado todo para hacer una celebración el último día), ir al Cirque du Soleil (lo cual a Betty le aburría) y visitar a Uri y Melu; amigos uruguayos de mi esposa.

Así que le dejamos la agenda abierta mi mamá para lo que quisiera. La acompañamos a varios casinos -donde ganó y también perdió plata-, restaurantes (el de Buddy Valastro) y sitios de postres (el de Buddy Valastro también). Caminamos muchísimo.

Entre esos recorridos Betty y yo nos entregamos a la bebida y nos tomamos unos raspados con alcohol gigantes que venden en la calle. Nos bebimos como 10. Así fue que, recorriendo The Venetian, mi mamá desapareció. 

Betty y yo estábamos medianamente borrachos y la empezamos a buscar en los locales cercanos. Caminamos hacia el casino. Después entramos en The Palazzo a ver si se había ido al sitio de al lado. Después volvimos a The Venetian. La buscamos por las góndolas, por el restaurante de Buddy Valastro, por el sitio donde compramos alcohol, por un pasillo de pinturas. Pasaron dos horas y me cagué. La pea se me fue al cielo.

-No entiendo, Betty. ¿Adónde se fue? -Dije llorando.

-Vamos a llamar a la policía. -Me dijo ella seriamente.

A cada rato yo consultaba el celular esperando un mensaje de ella. Mi madre sabía que en los Starbucks había WiFi; yo la había enseñado a conectarse. Pero no aparecía nada. Le escribí a mi hermana en Valencia. Ella se cagó conmigo. Incrementé el miedo porque ella le escribió a mi padrastro. Todos comenzaron a culparme. Me sentí indigno. Sucio. Juré no beber más.

Betty dijo que nos separáramos. Pero no dio resultado. Buscamos 10 minutos más y quedamos en encontrarnos cerca del oficial de seguridad que estaba cerca de las góndolas. Le explicamos que habíamos perdido a mi madre y que si nos podía ayudar. El señor nos dijo que no atendía a nadie en estado de embriaguez y que cualquier desaparición debía reportarse después de 24 horas. “El coño de tu madre, mamahuevo”, le dije. El gringo no me paró bola. Me dijo que o me iba o llamaba a seguridad. Betty me tuvo que halar por la camisa porque me iba a ir a las manos. Nos fuimos a ver las góndolas y lloré. 

Betty me dijo “Creo que me estoy acordando de algo” y sí, le vino algo. “La última vez que vimos a tu mamá fue en la pastelería de Buddy Valastro. ¿Y si la esperamos ahí? Es lo que yo haría si me pierdo. Esperaría en el último sitio donde los vi”. Era verdad. No habíamos ido a la pastelería del pana, sólo al restaurante. Yo no me acordaba dónde había visto a mi madre por última vez: estaba muy borracho.

Cuando llegamos mi madre tenía una cara muy sonriente. Ella se había instalado a hablar con una cubana que tenía un marido venezolano de Margarita. Casualmente el tipo también tenía familia en Puerto Ordaz y la cubana había ido con él a conocerlos. Se empezaron a echar cuentos de la ciudad y la cubana, que terminó siendo la gerente del local, le invitó unos ponquesitos a mi madre: “los originales de Buddy”.

Cuando nos vio, nos presentó a la señora y me dijo: “hijo, sí tardaron recargando el alcohol, ya me tenían preocupada”.

Ahí ya más calmados, felices y con mi familia en Venezuela tranquilizada, nos dimos cuenta de que ya eran más de las 12.


-Óyeme -dijo la cubana- mira que yo me sé el cumpleaños venezolano. -Y así sobre un ponquecito de Buddy Valastro le entonamos “ay qué noche tan preciosa…”.


martes, 13 de octubre de 2015

¿Qué fui a hacer a Fargo?

“Es así; es como si en esa vida hubiera dos tipos de personas. Los que fueron al toque y los que no”. Dijo Pedro apenas le conté cómo me había ido en Fargo de regreso a casa desde el Aeropuerto de O’Hare.

Ambos ya dábamos por vencidas ese tipo de divisiones. Más de 9 años viviendo en Caracas sumado al tiempo ahora en Chicago nos habían convertido en gente de ciudad.  Sin embargo, yo sabía de primera mano a qué se refería. Y es que en Margarita, pasé casi que toda mi adolescencia en un pueblo, en donde casi siempre fui de los que “no fueron al toque” y por consiguiente nunca tenía mucho de qué hablar en el recreo del colegio. Recuerdo que con mucho esfuerzo, mi mamá me mandó al cumpleaños de Daniela Méndez en taxi en segundo grado y también recuerdo que mi tía me llevó que si al estreno de Atlantis en los cines del Jumbo, pero de resto, me tocó quedarme viendo Dragon Ball Z en Televén y hacer el esfuerzo para cuando las conversaciones se movían a “chamo, fuimos a Crobar, porque el primo del tío de mi hermanastro trabaja allí y nos pasó” yo volverlas a encausar con un “Qué fino, vale, ¿y no viste capítulo de Pokémon anoche que Ash botó a Charizard? No entiendo por qué lo hizo. Ash sí es gafo”. Muchas veces bateaba un hit y en temas como estos o en ayudar a la mitad del salón con la tarea de física o inglés, yo lograba que la gente se olvidara de la rumba en la terraza del Omni en Costa Azul o del toque de Deep Seven por La Arboleda. O a veces, me iba de foul o incluso me ponchaban diciéndome que los episodios de La Liga Naranja eran viejos y me lanzaban sendos spoilers de la liga Johto, capítulos que no llegaron a Televén, sino como en tercer lapso.

Pero así como Ash se despidió de Charizard porque era lo mejor para ambos, yo me despedí del pueblo. Así fue como la relación mejoró con todo el mundo. Ya nadie hacía bullying porque no tener cable o porque no ir al estreno de Harry Potter, y por fin se logra cuadrar con una gente más o menos que se parece a uno. Un ejemplo claro de esto, lo tengo con uno de mis mejores amigos, Gabriel, el pana prácticamente me la tenía montada en Paraguachí cuando éramos unos carajitos porque yo era un malo en el Dota y el no sabía jugar en equipo, sino darle palante y machacar y, pana, cuando uno es malo con el mouse, estás jodido en Dota. Y ahorita somos tan panas que a veces Leyla, su novia, me escribe estando yo en Chicago para preguntarme si sé dónde está.

Muchas de las veces que regresé a Margarita, me sentía en el mejor sitio del mundo. Era un sitio que ya dominaba porque estaba despejado de todo prejuicio, un sitio que me acogía con una gente súper amable, cálida y súper cercana a la definición que era yo mismo, porque a fin de cuentas aunque no hubiera habido cosas tan in en la adolescencia, uno también las inventaba y “los que no fuimos al toque” nos quedábamos bebiendo en casa, jugando la botellita con las hijas de Manuel el venderepuestos que ya empezaban a usar sostén y modess, hacíamos maratones de Mario Kart, o nos íbamos adonde Oney a matar la de rol para joder a Richard porque el dungeonmaster se daba cuenta de que hacía trampa o para fastidiar a Andrés cojeperra que nunca sacaba más de un cinco en el dado de 20, matábamos una de Carnaval por casa de Diana y Mico y cuando se acababan las bombitas de agua y nuestros papás no nos daban más moneditas para irlas a comprar ele Josinés, terminábamos cayéndonos a toronjazos y dejábamos a Doña Yiya y a la abuela de Allan, sin su porción de vitamina C de la semana.

En Fargo, así como en Margarita no hay nada. Pero a la vez lo hay todo. Es un pueblo con una población alegre y triste a la vez. En su funcionamiento es como una suerte de Ciudad Bolívar dolarizada, pero con el asunto de las estaciones. Hay un par de cuadras en el centro de la ciudad donde la mayor parte de los jóvenes acaban los trapos (o hacen hammer como dicen en su rico slang del midwest).  Y no hay de verdad más nada, porque cuando uno ya viene acostumbrado a la vida de la ciudad tener una sola cuadra para pasar el rato no es suficiente, pero a su vez es un pueblo donde lo hay todo. Allí existe esa creatividad intangible de los pueblos para hacer actividades que hubieran sido difíciles de pensar en una ciudad; como por ejemplo El Festival de las Hamacas de Fargo. En donde la gente se va a un parque, monta una parrilla y se echa en su hamaca a ver cómo las hojas del otoño se desprenden de los árboles y terminan en el piso haciendo una capa de colores increíbles. No he visto un otoño mejor en mi vida que el de Fargo (Y esto es una comparación con el de Chicago, porque realmente es el otro único en donde he estado). Y es que no sólo hay diversos tonos naranja en las hojas, los hay marrones, rojos y hasta fosforescentes.

Calle Broadway, la única donde se va a beber



La gente es como en Margarita, como en Ciudad Bolívar, como en El Tigre. Están los que “van a los toques” que sólo te van a hablar del concierto de Taylor Swift que vino en estos días o están “los que no van” y te sumergen en Festivales de Hamacas, tardes de slackline bajo las matas botando las hojas, rumbas caseras en donde la policía te toca la puerta para que le bajes catorce al volumen, caimaneras de fútbol americano en el parque para que aprendas a pasar el balón “y ya seas gringo”. En Fargo también aprendí a bailar swing y country, mientras di un poco de feedback meneando el güeregüere con mi merengue o mis paupérrimos pasos de salsa. Pero más allá de eso, está esa atmósfera de misticismo en donde de no ser porque el realismo mágico sólo tiene sentido en español, las historias que contamos en frente del bonfire con marshmallows fueran dignas de una novela.

Fargo me recibió de la misma manera que me hubiera recibido Margarita, me abrumó con lo increíble de su otoño y me hizo soñar con la amabilidad de su gente.  Me hizo encontrarme a mi mismo cada día que pasó ahí. Me hizo sentirme adoptado por una nueva familia que a pesar de ser extraña da todo de sí desde el primer día.




Fui a Fargo sin grandes expectativas a visitar a un amigo por su cumpleaños y la ceremonia de su naturalización y terminé quechando grandes experiencias.

martes, 18 de agosto de 2015

De cómo boté mi pasaporte con la visa en Chicago

Lo primero que pensé fue en lo que me dijo mi mamá con arrepentimiento. Recuerdo que me aconsejó antes de embarcarme al avión para Estados Unidos que me avispara. Que yo era un muchacho bueno y vaina, pero también ahuevoniao. Me dijo que las vergas allá no eran como aquí en Venezuela, que allá sí iba a tener que estar pila y que mi suerte para escaparme de la mayoría de los problemas, no iba a servir de mucho. Yo pensando que mi mamá era una exagerada asentí a todo de la misma forma en la que uno asiente al discurso de las personas que tocan tu puerta a hablarte de religión. Me pregunté a mí mismo si mi mamá no se había dado cuenta de que después de que salí de Paraguachí, sobreviví 9 años en Caracas yo solito. ¡Ahí la gente sí es viva! ¡No en Estados Unidos, carajo! No hay malandro gringo que pueda contra mí. Mi mamá se preocupa porque me quiere y como ella ve sólo películas tipo Taken cree que una verga así me va a pasar. ¿¡A mí!? Chiaj, yo soy de Paraguachí y crecí en Caracas, la mía, y yo lo que voy a Estados Unidos es que quemo.

Pero la verdad es que nunca sabes cuando tu vida se puede ir a la mierda en un instante. Todo puede estar súper bien, que si, el trabajo, la familia, la vaina con tu novia y, de repente, una verga súper pajua puede echar a perder toda la ficción que sin haberte dado cuenta habías construido alrededor de ti.

Les voy a poner un ejemplo: no sé si les han montado cachos una vez, pero a mí sí. Y esa verga, marico, duele. Y-que-jo-de. Así más o menos imagínate que estás súper fino con tu jeva y un día empiezas a notar vainas raras, pero no le paras bola a eso, porque como que confías burda en ella, y de pana no hay chance de que algo esté pasando. Piensas que es la regla, qué se yo, está hormonal y le crees todas sus excusas y vaina, y tú, tipo tranquilo te comes el mojón y vas viviendo en esa paja así hasta que un día te enteras, webón, por un marisco, que tu jeva andaba con otro macho, y tú no le crees, ¿cómo le vas a creer si tú confías demasiado en esa pana a quien le has entregado tu corazón y han hecho planes de vida serios? Pero el bicho te muestra una foto y verga, pana, qué bolas esta jeva. Y verga te da como arrecherita al principio, así como una rabia pajua, pero tú no lo crees ahorita, porque –aceptémoslo– eres un huevón, pero igual vas y le tiras la punta y la bicha se hace la loca. Y tú te quedas como cabezón un par de días. Y sigues viviendo como con una angustia, una vaina que sientes como por la garganta. Una sensación súper chimba. Sabes que la vaina no está bien, pero te da un sustico enfrentarlo directamente, porque no te imaginas que el resultado sea lo peor. Entonces un día decides dejar de caerte a paja y vas y la confrontas y ella te dice lo que no quieres oír nunca en tu vida, porque tú has sido un perro bueno fiel desde que tienes edad para singar, te dice que sí, mi amor, lo siento, pero yo voy a cambiar, solo fueron como 15 veces que me lo cogí, pero te amo a ti, mi tribilincito hermoso de mierda.

Bueno… así me sentí cuando me di cuenta de que había perdido mi pasaporte con la visa gringa en Chicago.

Todo empezó por culpa de Sascha Fitness. Resulta que un día voy a un bar a ver a una pana tipo tranquilo y el metro estaba burda de retrasado así que no llegué a tiempo y esta amiga se arrechó y se fue. Entonces, me metí igual en el barsito que nos íbamos a ver como para beberme una birra y pasar el despecho emocional de quedar mal con alguien. Entonces, de la nada me saludó un ruso y yo tipo moví la cabeza y las cejas parriba saludando para no mover las manos no vaya a ser que no fuera conmigo. El ruso insistió y yo vi para todos lados a ver si le estaba haciendo señas a alguien que no fuera yo. Entonces, nada, sí era conmigo. Me fui para la mesa donde estaba el pana así como con pena y al llegar me preguntaron que de dónde era. Cuando dije “Venezuela” sus amigas, una uruguaya y una brasilera, se emocionaron porque eran fans de Sascha Fitness y como yo era venezolano como ella, entonces también era cool y me pegué con ellos toda la noche.

Al día siguiente, nos fuimos a una discoteca después de un largo predespacho en casa de un indio súper pana que también había conocido la noche anterior: Alcohol + alcohol + alcohol + no comida = llegué rascao a Sound Bar. Tipo que fui a pedir una birra, y el carajo de la barra me dice que si dejo la cuenta abierta o si la cierra de una. Y yo de pajuo vengo y le digo todo prendío deja esa mierda abierta, no joda, y él me dice que claro, señor, cómo no, su ID, por favor, para tenerlo de garantía.

Eso es lo último que recuerdo de esa noche.

Me desperté en el sofá de la casa de mi pana el indio al día siguiente. Vi el reloj y empecé a recoger mis cosas. Faltaba el pasaporte. Sudé cubitos de hielo.

Vinay se despertó y le conté la vaina. Marico, no sé, no vi tu pasaporte, después de ahí fuimos a otro bar y luego nos vinimos para acá.

Llamamos a todos los bares, llamamos a todos los Übers. Nada. Llamamos a la uruguaya, al ruso, a los otros panas. Nadie sabía algo sobre mi pasaporte. Gracias, Sascha Fitness.

Revisé en Internet para ver qué se hace cuando se pierde tu pasaporte con tu visa mientras estás en Estados Unidos.

Paso 1: denunciarlo a la policía.

Paso 2: ir al consulado de su país y sacar un nuevo pasaporte.

Paso 3: devolverse a su país inmediatamente con ese pasaporte que te dieron y pedir una nueva visa si quiere volver a los Estados Unidos con un alto porcentaje de negación por irresponsable, porque las visas de otra gente, ahuevoniao, las usan para cometer actos fraudulentos.

El discurso de mi mamá empezó a tener sentido. De la misma manera que los discursos de religión la tienen cuando el avión va en picada.

En la tarde una amiga me buscó para ir a comer. Almorzamos y le cuento la vaina, que me voy a tener que devolver más pronto que tarde. Me dijo “y si vamos al local ahorita y vemos si la conseguimos”. Y nos fuimos inmediatamente. Al llegar, el pajuo de seguridad nos dice que aquí se pierden los pasaportes a cada rato, que tengo que llamar el lunes a un número que me dan ahí en horario de oficina y que si tengo leche, fue que la caraja que había llamado antes, no me dio la información bien.

Me alimenté de esperanza. Pero de esa esperanza que da la negación. Esa misma que tienes cuando una relación va en picada, pero que uno insiste en tener para que las patas de nuestra mesa de la seguridad no se tambalee.

Faltaban dos días para el lunes.

Volví a ver a mis nuevos amigos. Hicieron miles de chistes al respecto. Trataron de levantarme los ánimos, y lo lograron un poco. Sin embargo, mi domingo por la tarde trascurrió tan lento como un Aló Presidente en algún caserío de Barinas con el pueblo sapeando a todos los ministros presentes.

Cuando desperté el lunes agarré el teléfono. Y marqué de la misma forma que uno marca el teléfono para decirle a tu pareja “tenemos que hablar”.

La llamada no salió. T-Mobile justo me cobró la renta ese día y había olvidado meterle saldo.

Abrí Skype. Aún quedaban unos créditos que había metido con mi último cupo cadivi. Hice la llamada. Repicó 3 veces.

–Buenos días. Estoy llamando porque el viernes creo que perdí mi pasaporte en su local. –Dije en mi paupérrimo inglés.

–¿Cómo se llama usted?

–Moisés. Like Moses but with an i in the middle.

Esperé 48 segundos.


–Todo está bien. Venga y busque su pasaporte y su tarjeta de débito. Lo único que debo informarle es que lamentablemente ya no podrá dar propina a su cuenta porque ésta fue cerrada el día que usted se fue sin pagar.


martes, 5 de mayo de 2015

La vez que fui a pedir la visa de turista para EEUU


“¿Adónde quiere ir en los Estados Unidos?”

Mi pie derecho tembló cuando el catire hizo la pregunta. Ese momento fue como si el tiempo se detuviera para mostrarme un mapa holográfico de los 48 estados circundantes por donde mi mirada pasó intempestivamente. Lo primero que se me vino a la cabeza fue decir “Georgia” y pensé que no tenía cómo justificarle al gringo por qué quería ir para allá y no a Miami a visitar unas tías como el resto de los que habían pasado por allí hoy. Mi cabeza se fue a 1996 en los días de las olimpiadas de Atlanta por Venevisión; recordé esa tarde cuando la nadadora china Le Jingyi se llevó el oro y en mi casa, a miles de kilómetros de Georgia (y de China), en un pueblo casi inhóspito de una pequeñita isla del Caribe llamado San José de Paraguachí por algunos conquistadores puritanos españoles del siglo XVI, mi familia que constaba de una mamá soltera, una abuela evangélica y dos carajitos de 2 y 7 años celebramos a gritos, como si nuestra isla hubiera logrado la independencia de Venezuela o como si Venezuela hubiera logrado entrar a un mundial de fútbol. La razón de esta celebración se remitía a 2 años antes; justo dos meses previos al nacimiento de mi hermana. En esa fecha, la misma china había impuesto el récord mundial de 100 y 50 metros libres en nado y había sido nombrada atleta del año por la “United Press International” y como mi mamá siempre ha sido contracorriente (aunque nunca quiso definirse como hippie, estoy seguro de que si fuera una pava ahorita y tuviera que jode real, fuera hipster y viviría que si en Ulán Bator) decidió ponerle a mi hermana, dos meses después, Jingyile Teresa.



Me imaginé la cara del gringo cuando le dijera: Mira, yo la verdad es que quiero ir a Georgia, mi pana, porque cuando yo era carajito estábamos frente al televisor viendo Venevisión, y me acuerdo de las olimpiadas de Atlanta y de cuando la china Le Jingyi que nosotros pensábamos que era japonesa ganó la medalla de oro. Me acuerdo de queeee, verga, en la casa lloramos de alegría. Mi abuela hizo esa tarde una batido de níspero con leche condensada bien rico y mi mamá hizo un brazo gitano que le quedó bien bueno. Me acuerdo de que celebramos muchísimo, como si esa Le Jingyi fuera en realidad mi hermana y de sólo pensar en estar en esa misma ciudad se me erizan los pelos. La verdad es que quiero ir al sitio donde la china se llevó la medalla de oro, hacerme una selfie y mandársela a mi hermana y mi mamá y quizá, ¿por qué no?, echarme un baño de piscina ahí, claro, si me dejan, no creas que me voy a meter en la piscina así sin pedir permiso.

Después de oír tan empastelado cuento, al cónsul no le quedaba de otra que decirme “visa negada”, para por lo menos mantener la seriedad de su cargo.

Un mes antes de ir a la Embajada de Estados Unidos en Caracas, con 25 años y ya al haber recorrido la mitad de Sudamérica y Europa, Rusia, haber tocado África, haber llegado al Océano Ártico y haberme echado un baño de playa en el Mar Báltico, mi roommate me dijo que por qué coño yo no tenía visa. Yo le dije que no me interesaba en nada ir a Estados Unidos, le medio conté la historia de Atlanta 96 como que era lo que me interesaba más y ella me reviró el ojo. Me dio un discurso de que era importante, de que muchas aerolíneas pasan por allí y necesitas la visa incluso para hacer escala, de que me abriera la cuenta en un banco allá, de que visitara Nueva York porque era arrechísimo, la ciudad de SpiderMan, ¿sabes? Y bueno, por ahí me agarró.

Me fui un día de esos a la página web a regañadientes. Me tomé la foto que tienes que cargar en el website con el celular y de vaina le paré a las indicaciones que pedían, llené todo el formulario y me dieron cita para dentro de dos semanas. Recuerdo que tuve que hacer un depósito y ya. En la noche anterior, mi roommate andaba toda alegre, como si fuera a una especie de graduación de primera comunión donde ella me apadrinaba.

Llegué a la embajada e hice una cooola inmensa. Desde el principio te das cuenta de que todo está organizado de una manera muy diferente en las que se organizan las cosas en el país. Mis compañeros de cola, para suerte mía eran todos chamos, aunque ellos iban a pedir la visa de estudiante para mejorar el inglés o meterse en algún máster. Detrás de mí tenía un chamo como de 16 años que jamás había salido del país, ni tampoco sus padres, pero que habían reunido unos churupos para mandarlo 4 meses a estudiar inglés antes de que empezara la universidad. La chama delante de mí iba a hacer un máster en ingeniería electrónica en una universidad en Delaware. Y la chama más adelante de ella se iba a hacer un curso de un año en Nueva York. Yo era el único que había ido a la embajada sin propósito “porque una amiga me dijo que viniera” y que según ellos me la iban a rechazar porque era soltero, sin hijos, sin propiedades, tenía 25 años y era un absoluto pobre desclasado. El perfecto target para negarle la visa “porque te vas a quedar a trabajar de ilegal”.

Cuando la cola siguió avanzando pasamos a una sala de espera con sillas y un televisor. La pantalla pasaba un documental sobre los parques nacionales de Estados Unidos. Recordé una conversación entre copas que tuve con una amigo en Margarita sobre viajes. Él decía que sin duda, si no quería ir a Gringolandia por lo mainstream, lo pensara dos veces porque los parques nacionales valían la pena muchísimo. El televisor mostró un géiser que hacía erupción en Yellowstone. Hasta ese momento no sabía que en EE.UU. había géiseres. Lo único que sabía de Yellowstone antes de llegar a la embajada era que ahí vivía el oso Yogui. A mí todo el asunto de los géiseres siempre me llamó mucho la atención. Muchos años antes, cuando pude pagarme mi primer viaje fuera del país, decidí ir a visitar el pedazo de tierra más lejano que mi presupuesto me permitiera llegar; así fue como terminé en Islandia entre géiseres, nieve y volcanes: una experiencia brutal.

Geyser en Yellowstone

Cuando ya estaba en la cola para ser abordado por alguno de los cónsules recordé las historias de varios amigos: la del hermano de un pana que le habían negado la visa 4 veces, la de una chama que se había puesto a llorar tan fuerte después del rechazo que la seguridad de la embajada la tuvo que sacar, y la de cónsul que era como chino, pero en realidad era un gringo que era el más arrecho y malo, porque no te aprobaba una visa si no tenías casa propia. En los puestos de interrogación, la gente asustada atendía las preguntas del inquisidor norteamericano. Se veían familias enteras asustadas, con carpetas inmensas debajo del brazo, llenas de papeles de vida y con caras de terror más esperanza. Como con ese sustico que nos daba frente al carajo de alguna tienda afuera de Venezuela mientras esperábamos a ver si pasaba nuestra tarjeta de crédito venezolana. Los entrevistados tenían cero privacidad ya que desde la cola se escuchaba todo. “¿Tiene familia en EE.UU.?”, “¿en casa de quién se va a quedar?”, “¿tiene propiedades en Venezuela?”, muéstreme sus estados de cuenta de los últimos dos años, ¿qué va a hacer en Estados Unidos?, ¿cuál es el motivo de su viaje? Mi arrepentimiento por no haberle parado bolas a mi roommate en que tenía que ir preparado para la entrevista empezó a crecer con los segundos que tenía en la cola. Me empecé a dar duro a mí mismo achacándome las bolas que tenía para sólo traer una referencia bancaria; esas que no dicen cuánta plata tienes, sino tantas cifras bajas o altas (aunque las mías siempre han sido bajas por pobre) y una carta de trabajo que me había hecho Guillermo, un pana, un días antes y que no le habíamos podido poner el sello de su empresa.

Los “negada” y “aprobada” retumbaban en el pasillo como una voz de ultratumba. El momento era como si un espíritu entrara dentro del cuerpo del cónsul por los segundos en los que abría la boca para darle la información al pobre ciudadano de segunda desde el más allá.

La chama que iba más delante de mí le aprobaron su visa de estudiante por un año. Yo era el siguiente en la cola y avancé hacia el cubículo del catire cuando me hizo un “ven” con las manos.

–Buenos días, ¿cómo le va?

–Muy bien, gracias. –Dije con las bolas en la garganta. No quise agregar más nada. Según todo el mundo uno sólo debía decir en el cubículo lo que te estuvieran preguntando.

–¿Adónde quiere ir en los Estados Unidos?

–A Yellowstone… –El catire puso una cara de intriga por lo que me sentí obligado a completar– …por los géiseres.

Cuando terminé mi explicación, él bajó la mirada, vio algo en su computadora y cambió su cara de “¡Este mamahuevo cree que me va a engañar!” a “claaaaro, ¿cómo no lo había pensando?, tiene sentido” y dijo:

–Visa aprobada.

–¿Paso por DHL? –Dije con la naturalidad de practicar un discurso al espejo.

–Sí. ¡Siguiente! –Y le hizo señas a un señor en la cola que estaba detrás de mí y que nunca había visto.



Soledades

Descansábamos cada uno en un chinchorro después del almuerzo, antes de volver a nuestra faena diaria. Papá volvía entonces a la plaza a trab...