jueves, 24 de diciembre de 2015

De cómo boté mi maleta mi primer día en Corea del Sur

Mi mamá tenía la razón: soy un caídodelamata.

Un mes antes, me volvía encontrar con Andrew en Minneapolis. Le conté que me iba a Seúl por unas semanas. Y él me dijo que “qué arrecho, marico”, que él tenía allá a su amiga Patricia, que le iba a mandar noséquévaina conmigo.

Jinhee y yo nos conocimos en Portland, Oregon, en el verano. Yo organiza un evento de Couchsurfing para pasar el International Beer Festival “hanging out” con alguna gente que apareciera por ahí, y ella iba de paso a visitar a unos panas de San Francisco y a darle una vuelta a la Costa Oeste gringa. Así fue como por Couchsurfing nos conocimos, nos hicimos burdepanas y me invitó a Seúl a ver cómo o mataba tigres dando clases de español o acababa los trapos y ya para el diciembre. 

El pasaje salió pingadebarato, más que ir a Venezuela. Así que después de meditarlo con la almohada, dije sí va, marico. Salí de Chicago con escala en Los Ángeles (5 horas) y después para Pekín (13 horas) y de ahí con los “layovers” terminé llegando al aeropuerto de Incheon 25 horas después todo jetlageado, o sea, con pinga de sueño.

La vaina es que uno no va a Asia todos los días. Tipo que no vas a llegar y acostarte a dormir. O sea, llegas a Asia y, marico, lo que haces es ir a darle duro a la rumba de guanfor. Entonces, tipo que llego al aeropuerto y leo el mensaje que me mandó Jinhee cuando estaba en EEUU todavía. Traduzco del inglés: “Marico, no te voy a ir a buscar al aeropuerto porque me sale pinga de caro ir para esa verga, pero, huevón, agarra la camionetica 6020, apenas salgas de Incheon. Ese bicho te va a pasear por Seúl un pelo, pero te bajas en ‘National University of Education’, ahí te estoy esperando yo, apenas tú llegues, y de ahí le damos para case unos panas por ahí por Gangnam”.

 Un mes antes, otra vez en Minneapolis, Andrew me dice que marico, Seúl es la ciudad más segura del mundo. Que el bicho había dejado su celular en el metro un día y que apareció que si a las horas. Que se lo encontró un coreano del coño y el bicho tipo que por el historial del GPS y la verga que graba el Google Maps consiguió dónde era el hostal donde se estaba quedando Andrew y le devolvió la vaina. Así, a ese nivel. Entonces, yo, todo venezolano emocionado por probar la verga dije algo así tipo, nojodacoñoelamadre, ojalá una verga así me pasara a mí. Pero de pana que no lo dije en serio, ¿verdad? O sea, de pana no quería botar mi maleta, pues. Lo dije tipo “Ojalá me ganara el Kino”, tipo como una vaina que dice todo el mundo, pero de pana no espera que pase.

De vuelta a Seúl, agarré la camionetica 6020. Era una camionetica con aire y vaina, tipo las que uno agarra cuando viene de Maiquetía para Parque Central. La única diferencia es que esta bicha venía con calefacción y que tenía una pantalla que te venía diciendo en coreano e inglés dónde coño más o menos iba uno. Tipo que te dijera “next stop is Gato Negro, be ready to bajartedelbus”. 

Así fue como cuando pegado a la ventana, medio babeando la vaina viendo los edificios de la capital de Corea, como un carajito que nunca ha salido de Antolín del Campo, escuché que el altavoz con voz de Siri con acento coreano viene y dice “Next stop is National University of Education”. Entonces, marico, apreté el botón rojo que decía “request stop” y piré de la verga esa.

Me bajé de la camionetica y me enfrenté a un frío medio chicaguense. Tipo unos cero grados y vaina. Me puse mis guantes y verga, cogí aire y sentí un ardor en mi estómago. Un hambre descomunal de esas que te dan cuando pasas más de 24 horas en aeropuertos comiendo comida de mierda.

Entonces caminé hasta la entrada de la estación de metro y con mi morralito me senté a esperar a Jinhee. Cuando la chama llegó, lo primero que me dijo fue “marico, ¿eso es todo lo que traes, huevón?” señalando mi inexistente equipaje. Y yo no pude sino pensar: “¡Ve la verga, ve! Ya la estoy cagando”.

Así fue como me acordé de Andrew. De Minneapolis. De cómo él botó su celular en el metro. De cómo yo boté mi pasaporte (¿Ya leíste el post anterior, no?), de cómo había decidido dejar el alcohol un pelo para no tener más blackouts y tripear de manera más consciente. Me acordé inmediatamente de mi mamá, de mi hermana, de Nataly, de mi tía, de toda mi familia. De mi fiesta de 25 años donde todo se quedó en casa de Josh. Me imaginé el peo que me armaría mi mamá si hubiera viajado conmigo y yo hubiera dejado mi maleta de 23 kilos en el bus. 

Me acordé del regalo que Andrew le había mandado a Patricia y que el regalo estaba en mi maleta. Me acordé también de cuando fui al Walgreens en Chicago, pasé por la sección de viajes y dije así todo confiado súper pajúo “yo no le voy a poner candado a mi maleta, ni que estuviera en Venezuela, chia”. Todo por no pagar cinco piazo’e dólares.

Entonces, resolvimos la vaina así. Jinhee se metió en “Naver” (porque aquí la gente no usa Google) y buscó el número de la compañía de autobuses. Llamó. Le dijeron que el autobús iba a dar la vuelta. Que por favor cruzara la calle y esperara 4 minutos. Nosotros cruzamos la calle y esperamos.

4 minutos después, el autobús estaba regresando fuera de su ruta. El chofer se bajó. Dijo apenado algo en coreano enfatizando algo así como “disculpe señor por no recordarle que se estaba bajando del bus sin su maleta” y me hizo como 14 reverencias. Y yo como que diciéndole en inglés algo así como “marico, huevón, si la culpa es mía por andar pendejeando viendo el Facebook y chateando por Whatsapp” y dándole como 22 reverencias también.


Y así, 6 minutos después volví a tener mi maleta. La adrenalina fue la misma de una tarde de rafting, o de cuando esquivas a un choro que te quiere robar sin arma en Caracas. ¿Será que pruebo dejar el celular un día en una plaza a ver en cuánto tiempo aparece?  ¿Qué de pinga es Corea, no? 


martes, 13 de octubre de 2015

¿Qué fui a hacer a Fargo?

“Es así; es como si en esa vida hubiera dos tipos de personas. Los que fueron al toque y los que no”. Dijo Pedro apenas le conté cómo me había ido en Fargo de regreso a casa desde el Aeropuerto de O’Hare.

Ambos ya dábamos por vencidas ese tipo de divisiones. Más de 9 años viviendo en Caracas sumado al tiempo ahora en Chicago nos habían convertido en gente de ciudad.  Sin embargo, yo sabía de primera mano a qué se refería. Y es que en Margarita, pasé casi que toda mi adolescencia en un pueblo, en donde casi siempre fui de los que “no fueron al toque” y por consiguiente nunca tenía mucho de qué hablar en el recreo del colegio. Recuerdo que con mucho esfuerzo, mi mamá me mandó al cumpleaños de Daniela Méndez en taxi en segundo grado y también recuerdo que mi tía me llevó que si al estreno de Atlantis en los cines del Jumbo, pero de resto, me tocó quedarme viendo Dragon Ball Z en Televén y hacer el esfuerzo para cuando las conversaciones se movían a “chamo, fuimos a Crobar, porque el primo del tío de mi hermanastro trabaja allí y nos pasó” yo volverlas a encausar con un “Qué fino, vale, ¿y no viste capítulo de Pokémon anoche que Ash botó a Charizard? No entiendo por qué lo hizo. Ash sí es gafo”. Muchas veces bateaba un hit y en temas como estos o en ayudar a la mitad del salón con la tarea de física o inglés, yo lograba que la gente se olvidara de la rumba en la terraza del Omni en Costa Azul o del toque de Deep Seven por La Arboleda. O a veces, me iba de foul o incluso me ponchaban diciéndome que los episodios de La Liga Naranja eran viejos y me lanzaban sendos spoilers de la liga Johto, capítulos que no llegaron a Televén, sino como en tercer lapso.

Pero así como Ash se despidió de Charizard porque era lo mejor para ambos, yo me despedí del pueblo. Así fue como la relación mejoró con todo el mundo. Ya nadie hacía bullying porque no tener cable o porque no ir al estreno de Harry Potter, y por fin se logra cuadrar con una gente más o menos que se parece a uno. Un ejemplo claro de esto, lo tengo con uno de mis mejores amigos, Gabriel, el pana prácticamente me la tenía montada en Paraguachí cuando éramos unos carajitos porque yo era un malo en el Dota y el no sabía jugar en equipo, sino darle palante y machacar y, pana, cuando uno es malo con el mouse, estás jodido en Dota. Y ahorita somos tan panas que a veces Leyla, su novia, me escribe estando yo en Chicago para preguntarme si sé dónde está.

Muchas de las veces que regresé a Margarita, me sentía en el mejor sitio del mundo. Era un sitio que ya dominaba porque estaba despejado de todo prejuicio, un sitio que me acogía con una gente súper amable, cálida y súper cercana a la definición que era yo mismo, porque a fin de cuentas aunque no hubiera habido cosas tan in en la adolescencia, uno también las inventaba y “los que no fuimos al toque” nos quedábamos bebiendo en casa, jugando la botellita con las hijas de Manuel el venderepuestos que ya empezaban a usar sostén y modess, hacíamos maratones de Mario Kart, o nos íbamos adonde Oney a matar la de rol para joder a Richard porque el dungeonmaster se daba cuenta de que hacía trampa o para fastidiar a Andrés cojeperra que nunca sacaba más de un cinco en el dado de 20, matábamos una de Carnaval por casa de Diana y Mico y cuando se acababan las bombitas de agua y nuestros papás no nos daban más moneditas para irlas a comprar ele Josinés, terminábamos cayéndonos a toronjazos y dejábamos a Doña Yiya y a la abuela de Allan, sin su porción de vitamina C de la semana.

En Fargo, así como en Margarita no hay nada. Pero a la vez lo hay todo. Es un pueblo con una población alegre y triste a la vez. En su funcionamiento es como una suerte de Ciudad Bolívar dolarizada, pero con el asunto de las estaciones. Hay un par de cuadras en el centro de la ciudad donde la mayor parte de los jóvenes acaban los trapos (o hacen hammer como dicen en su rico slang del midwest).  Y no hay de verdad más nada, porque cuando uno ya viene acostumbrado a la vida de la ciudad tener una sola cuadra para pasar el rato no es suficiente, pero a su vez es un pueblo donde lo hay todo. Allí existe esa creatividad intangible de los pueblos para hacer actividades que hubieran sido difíciles de pensar en una ciudad; como por ejemplo El Festival de las Hamacas de Fargo. En donde la gente se va a un parque, monta una parrilla y se echa en su hamaca a ver cómo las hojas del otoño se desprenden de los árboles y terminan en el piso haciendo una capa de colores increíbles. No he visto un otoño mejor en mi vida que el de Fargo (Y esto es una comparación con el de Chicago, porque realmente es el otro único en donde he estado). Y es que no sólo hay diversos tonos naranja en las hojas, los hay marrones, rojos y hasta fosforescentes.

Calle Broadway, la única donde se va a beber



La gente es como en Margarita, como en Ciudad Bolívar, como en El Tigre. Están los que “van a los toques” que sólo te van a hablar del concierto de Taylor Swift que vino en estos días o están “los que no van” y te sumergen en Festivales de Hamacas, tardes de slackline bajo las matas botando las hojas, rumbas caseras en donde la policía te toca la puerta para que le bajes catorce al volumen, caimaneras de fútbol americano en el parque para que aprendas a pasar el balón “y ya seas gringo”. En Fargo también aprendí a bailar swing y country, mientras di un poco de feedback meneando el güeregüere con mi merengue o mis paupérrimos pasos de salsa. Pero más allá de eso, está esa atmósfera de misticismo en donde de no ser porque el realismo mágico sólo tiene sentido en español, las historias que contamos en frente del bonfire con marshmallows fueran dignas de una novela.

Fargo me recibió de la misma manera que me hubiera recibido Margarita, me abrumó con lo increíble de su otoño y me hizo soñar con la amabilidad de su gente.  Me hizo encontrarme a mi mismo cada día que pasó ahí. Me hizo sentirme adoptado por una nueva familia que a pesar de ser extraña da todo de sí desde el primer día.




Fui a Fargo sin grandes expectativas a visitar a un amigo por su cumpleaños y la ceremonia de su naturalización y terminé quechando grandes experiencias.

martes, 18 de agosto de 2015

De cómo boté mi pasaporte con la visa en Chicago

Lo primero que pensé fue en lo que me dijo mi mamá con arrepentimiento. Recuerdo que me aconsejó antes de embarcarme al avión para Estados Unidos que me avispara. Que yo era un muchacho bueno y vaina, pero también ahuevoniao. Me dijo que las vergas allá no eran como aquí en Venezuela, que allá sí iba a tener que estar pila y que mi suerte para escaparme de la mayoría de los problemas, no iba a servir de mucho. Yo pensando que mi mamá era una exagerada asentí a todo de la misma forma en la que uno asiente al discurso de las personas que tocan tu puerta a hablarte de religión. Me pregunté a mí mismo si mi mamá no se había dado cuenta de que después de que salí de Paraguachí, sobreviví 9 años en Caracas yo solito. ¡Ahí la gente sí es viva! ¡No en Estados Unidos, carajo! No hay malandro gringo que pueda contra mí. Mi mamá se preocupa porque me quiere y como ella ve sólo películas tipo Taken cree que una verga así me va a pasar. ¿¡A mí!? Chiaj, yo soy de Paraguachí y crecí en Caracas, la mía, y yo lo que voy a Estados Unidos es que quemo.

Pero la verdad es que nunca sabes cuando tu vida se puede ir a la mierda en un instante. Todo puede estar súper bien, que si, el trabajo, la familia, la vaina con tu novia y, de repente, una verga súper pajua puede echar a perder toda la ficción que sin haberte dado cuenta habías construido alrededor de ti.

Les voy a poner un ejemplo: no sé si les han montado cachos una vez, pero a mí sí. Y esa verga, marico, duele. Y-que-jo-de. Así más o menos imagínate que estás súper fino con tu jeva y un día empiezas a notar vainas raras, pero no le paras bola a eso, porque como que confías burda en ella, y de pana no hay chance de que algo esté pasando. Piensas que es la regla, qué se yo, está hormonal y le crees todas sus excusas y vaina, y tú, tipo tranquilo te comes el mojón y vas viviendo en esa paja así hasta que un día te enteras, webón, por un marisco, que tu jeva andaba con otro macho, y tú no le crees, ¿cómo le vas a creer si tú confías demasiado en esa pana a quien le has entregado tu corazón y han hecho planes de vida serios? Pero el bicho te muestra una foto y verga, pana, qué bolas esta jeva. Y verga te da como arrecherita al principio, así como una rabia pajua, pero tú no lo crees ahorita, porque –aceptémoslo– eres un huevón, pero igual vas y le tiras la punta y la bicha se hace la loca. Y tú te quedas como cabezón un par de días. Y sigues viviendo como con una angustia, una vaina que sientes como por la garganta. Una sensación súper chimba. Sabes que la vaina no está bien, pero te da un sustico enfrentarlo directamente, porque no te imaginas que el resultado sea lo peor. Entonces un día decides dejar de caerte a paja y vas y la confrontas y ella te dice lo que no quieres oír nunca en tu vida, porque tú has sido un perro bueno fiel desde que tienes edad para singar, te dice que sí, mi amor, lo siento, pero yo voy a cambiar, solo fueron como 15 veces que me lo cogí, pero te amo a ti, mi tribilincito hermoso de mierda.

Bueno… así me sentí cuando me di cuenta de que había perdido mi pasaporte con la visa gringa en Chicago.

Todo empezó por culpa de Sascha Fitness. Resulta que un día voy a un bar a ver a una pana tipo tranquilo y el metro estaba burda de retrasado así que no llegué a tiempo y esta amiga se arrechó y se fue. Entonces, me metí igual en el barsito que nos íbamos a ver como para beberme una birra y pasar el despecho emocional de quedar mal con alguien. Entonces, de la nada me saludó un ruso y yo tipo moví la cabeza y las cejas parriba saludando para no mover las manos no vaya a ser que no fuera conmigo. El ruso insistió y yo vi para todos lados a ver si le estaba haciendo señas a alguien que no fuera yo. Entonces, nada, sí era conmigo. Me fui para la mesa donde estaba el pana así como con pena y al llegar me preguntaron que de dónde era. Cuando dije “Venezuela” sus amigas, una uruguaya y una brasilera, se emocionaron porque eran fans de Sascha Fitness y como yo era venezolano como ella, entonces también era cool y me pegué con ellos toda la noche.

Al día siguiente, nos fuimos a una discoteca después de un largo predespacho en casa de un indio súper pana que también había conocido la noche anterior: Alcohol + alcohol + alcohol + no comida = llegué rascao a Sound Bar. Tipo que fui a pedir una birra, y el carajo de la barra me dice que si dejo la cuenta abierta o si la cierra de una. Y yo de pajuo vengo y le digo todo prendío deja esa mierda abierta, no joda, y él me dice que claro, señor, cómo no, su ID, por favor, para tenerlo de garantía.

Eso es lo último que recuerdo de esa noche.

Me desperté en el sofá de la casa de mi pana el indio al día siguiente. Vi el reloj y empecé a recoger mis cosas. Faltaba el pasaporte. Sudé cubitos de hielo.

Vinay se despertó y le conté la vaina. Marico, no sé, no vi tu pasaporte, después de ahí fuimos a otro bar y luego nos vinimos para acá.

Llamamos a todos los bares, llamamos a todos los Übers. Nada. Llamamos a la uruguaya, al ruso, a los otros panas. Nadie sabía algo sobre mi pasaporte. Gracias, Sascha Fitness.

Revisé en Internet para ver qué se hace cuando se pierde tu pasaporte con tu visa mientras estás en Estados Unidos.

Paso 1: denunciarlo a la policía.

Paso 2: ir al consulado de su país y sacar un nuevo pasaporte.

Paso 3: devolverse a su país inmediatamente con ese pasaporte que te dieron y pedir una nueva visa si quiere volver a los Estados Unidos con un alto porcentaje de negación por irresponsable, porque las visas de otra gente, ahuevoniao, las usan para cometer actos fraudulentos.

El discurso de mi mamá empezó a tener sentido. De la misma manera que los discursos de religión la tienen cuando el avión va en picada.

En la tarde una amiga me buscó para ir a comer. Almorzamos y le cuento la vaina, que me voy a tener que devolver más pronto que tarde. Me dijo “y si vamos al local ahorita y vemos si la conseguimos”. Y nos fuimos inmediatamente. Al llegar, el pajuo de seguridad nos dice que aquí se pierden los pasaportes a cada rato, que tengo que llamar el lunes a un número que me dan ahí en horario de oficina y que si tengo leche, fue que la caraja que había llamado antes, no me dio la información bien.

Me alimenté de esperanza. Pero de esa esperanza que da la negación. Esa misma que tienes cuando una relación va en picada, pero que uno insiste en tener para que las patas de nuestra mesa de la seguridad no se tambalee.

Faltaban dos días para el lunes.

Volví a ver a mis nuevos amigos. Hicieron miles de chistes al respecto. Trataron de levantarme los ánimos, y lo lograron un poco. Sin embargo, mi domingo por la tarde trascurrió tan lento como un Aló Presidente en algún caserío de Barinas con el pueblo sapeando a todos los ministros presentes.

Cuando desperté el lunes agarré el teléfono. Y marqué de la misma forma que uno marca el teléfono para decirle a tu pareja “tenemos que hablar”.

La llamada no salió. T-Mobile justo me cobró la renta ese día y había olvidado meterle saldo.

Abrí Skype. Aún quedaban unos créditos que había metido con mi último cupo cadivi. Hice la llamada. Repicó 3 veces.

–Buenos días. Estoy llamando porque el viernes creo que perdí mi pasaporte en su local. –Dije en mi paupérrimo inglés.

–¿Cómo se llama usted?

–Moisés. Like Moses but with an i in the middle.

Esperé 48 segundos.


–Todo está bien. Venga y busque su pasaporte y su tarjeta de débito. Lo único que debo informarle es que lamentablemente ya no podrá dar propina a su cuenta porque ésta fue cerrada el día que usted se fue sin pagar.


viernes, 7 de agosto de 2015

Más vida (bohème), Venezuela

Así en medio de la algarabía me acordé del día que le echamos el cuento a la mejicana, marico.

Nos hizo esa pregunta pajúa por las colas. La paja se la había echado la televisión como a los demás. Así que apenas nos oyó el “chévere”, soltó la lástima sobre nuestro abolengo: “qué lata que tengan que hacer colas para comprar papel de baño”.

¿Sabes? Yo soy de esos carajos que adonde llega siempre anda hablando bien del país. Soy uno de esos huevones que sueñan que algún día será un lugar más de pinga. Pero también te voy a ser franco, mi pana, también lo hago porque, bróder, uno no puede andar hablando huevonadas del país por ahí por el mundo, chamo. Menos uno que medio le alcanzan los reales para viajar. Entonces, hay que dar el ejemplo. Tipo que llegas a una mesa a tomar a unas birritas calidad y hay un bicho de Polonia, un alemán y dos gringos. Marico, te van a preguntar de dónde coño e’ madre eres. De bolas que el polaco y el alemán saben y entienden el peo de Chávez, la revolución y hasta la cagada que hay ahorita, pero vas a tener que explicarle a los gringos que Venezuela es un país diferente de México y toda la huevonada chimba y, vieja, no-pue-des hablar paja. Sí, se te puede salir algo chimbo por todo el peo de ahora, pero mierda no, hermano, ¿sí me entiendes? O sea, tampoco los vas a caer a mojones, porque la gente está clara, pero sí le tiras lo bonito adelante para que los bichos no se caguen todos y coño tú vayas bien en la mesa, compa, y capaz una de las gringas es un culito y ¡zas! se lo zampas por su Monte Rushmore esa noche y dejas a la patria de Bolívar en alto.

Como te dije, cuando alguien me preguntaba algo así, marico, como la doña mejicana, yo me armaba, jugaba mis cartas inteligentemente, mi hermano, Truco, embido, ¡quiero! y listo el pollo le metía ese huevo pelao al peo del país y además le caía bien a la gente. Pero aquel día no sé qué pasó, chamo, la verga no salió. Me quedé desarmao y hasta terminé admitiendo, huevón, lo que ahora todos los que vivimos afuera decimos como si fuera cualquier vaina. Tú sabes, esa mierda de que de pana con Chávez vivíamos mejor.

Al concierto llegué solo. Otra mejicana que no es la que te estoy contado arriba me regaló la entrada. Sí, mi pana, aquí hay burda de mejicanos. Te cuento que de vaina he hablado inglés en esta verga. Todo el mundo habla paja de Miami, que allá lo único que se oye es español todo el día, pero eso es porque nadie ha venido a Chicago. Esta vaina es “Viva México, cabrones” por todos lados, tanto que el viajecito que quería hacer para el DF para jartarme de comida mexicana que tú sabes que me gusta el picante que jode, ya no lo voy a hacer, marico, porque aquí hay una zona que se llama Cícero, o una ciudad, como dicen, y esta verga, mi pana es México, ¿oyó? Chicago no es sino un exclave entre Wisconsin e Indiana, ¿sabes? como un Kaliningrado mexicano. Si no me crees, googlea “Telemundo Chicago” y verás que sí. Verga, me desvié, ¿qué te venía diciendo? Ajá, a la mejicana esta la conocí en un Meetup de inglés. La pana organizaba un grupo de conversación y yo me lancé un día. Al final hablamos de gustos y cosas y cuando les tocó hacerme preguntas a mí me dispararon que por qué no iba al Ruido Fest. Esa vaina era un festival de música rock mejicana con algunos invitados del resto de Latinoamérica, pero serio porque no invitaron a Maná, ¿ves? Yo dije que coño, que de pana sólo quería ir por La Vida Bohème, pues, pero que, marico, no iba a pagar 50 dólares para ver a una sola banda. Entonces la mejicana me dijo, que a ella le habían regalado un pase de tres días y que para el domingo ella no podía ir porque tenía full trabajo, pues, y que si yo me quería lanzar que ella me daba el ticket. Y yo quedé, woow, qué de pinga, gracias, chama, de pana en serio que gracias, no sabes lo alegre que estaba, ¿viste por qué te digo que uno no puede andarse con mierdas en la calle?

Entonces me lancé pal concierto, bróder. Justo el día del show, la chama se apareció con el jevo para darme el ticket y me ofrecieron la cola pal festival. Iban en la vía, won, porque aquí dar la cola es forzao por el tema de la gasolina. No es gratis como allá.

Eso fue lo que me desarmó todo, chamo, el tema del precio de la gasolina. La doña mejicana, la otra, no la que me regaló la entrada, nos preguntó en su casa que cómo coño (no con esas palabras, pero así lo entendí yo) un país subsidiaba la gasolina y no se encargaba de la comida del pueblo. Y, ay chamo, de pana, que no me hagan hablar que voy que quemo, marisco… pero no tuve respuesta. Me quedé callao. O sea, de pana que obvio que le iba a dar la razón a la doña, pero, mi bien, no pude sacar sino fue peste ese día y me da arrechera contarlo.

Y sonó “El sentimiento ha muerto”. Marico, se me erizaron los pelos de los brazos. Chimbo-chimbo, me hacía falta haber ido con un pana para tripear, won, qué arrechera que te negaron la visa.

El Ruido Fest estaba pelao. Llegué como a las 2 de la tarde y La Vida Bohème tocaba a las 2:45. Me fui chola pal stage donde iban a tocar los panas y eso estaba naiboas con papelón. Me cagué un pelo, porque iba a ser burde chimbo que los panas vinieran de tan lejos y nadie les parara bolas aquí. Entonces, mientras llegaban los bichos me tomé par de curdas soledad bravo frente a la tarima. Los chamos se aparecieron al ratico a instalar los equipos. ¿sabes qué cosa de pinga pasó? Nada, marico, que yo estaba bebiéndome la birra ahí en la primera fila cuando la vaina se empezó a llenar de venezolanos. Se armó un limpio, pensé. Y seguí con mi curdita. Una jevita se apareció con una bandera de Venezuela y todo chamo. No sabes cómo se me puso la garganta cuando vi esa verga al tiempo que Henry soltaba los probando uno-dos-tres y vino el otro pana el bajista, el que estudió ahí en el Peñón que Graciela le dio clases, ¿sabes? que un día nos los encontramos en la panadería de La Trinidad y Graciela nos los presentó, Rafael, vale, acabo de ver en Wikipedia, bueno, ese bicho viene y me pregunta que si mi franela es de Coba y yo sí,  marico, sí es y él qué de pinga, hermano, tripea. Y nada, chamo, se me acabó la birra y me quedé ahí fajado con la primera, obvio, Radio Capital.

Y verga uno estando solo, lejos y sin conocer nadie en esta verga uno se pone a pensar huevonadas y más con Henry preguntándote cada dos minutos que cómo va a ser la vida mejor y que nadie le respondió. Y tu cabeza te hace juegos, tu garganta se endurece y tus ojos, marico, si no te digo, mis ojos se aguaron mal. No lloré porque me daba paja que me vieran así, pero me sentía brutal-chimbo. Yo de pronto dejé de estar ahí y sonó “El sentimiento ha muerto” y aparecí en Caracas, en la Sadel o en Zona Rental, en este mismo Ruido Fest, pero explotado de full de verdad, con mis tukys, mis chamos que arman la olla, mis jevitas que había que proteger, mis panas de la uni, qué sé yo marico, me imaginé que estaba en el 2007… no, no, quiero decir que me imaginé que la Venezuela del 2007 todavía existía, cuando apenas empezaba la universidad, cuando nadie quería irse, cuando no había que ir a comprar con cédula, ¿sabes? cuando los peos más grandes del país eran esa mariquera que llamábamos diferencia de ideología con la que nos marearon como catorce años y nos pusieron a pelear para un coño: para terminar todos hechos mierdas igual. Chamo, la soledad, el estar en Chicago rodeado de venezolanos cartel, las birritas, la bandera moviéndose, y “Nicaragua”, esa fue la última, y te lo juro, ahí me fui ido y vi a mi mamá jodiéndose por allá, a mi hermana viendo cómo coño termina la universidad para irse parco, mis amigos dándole coñazos a un teclado mientras tratan de meter Simadi para ver si compran un boleto pa’ donde sea, me acordé de esa época de Parguito, de las empanadas de doña Eudys, del sabor de la guasacaca en la masa, del primer mordisco, el maridaje de la malta, los pies en la arena caliente bajo la sombra del techo de zinc del puesto de Eudys, la brisa, del sonido de las olas y de los rayos de sol.

Viví toda mi vida en ese instante.


“Otra, otra” gritamos a todo pulmón todos como unos huevones mientras desinstalaban los aparatos y los chamos en la tarima después de la reverencia nos señalaban su reloj de pulsera todos frustrados.


sábado, 25 de julio de 2015

La mujer policía, los matraqueros y cómo llegamos a Cúcuta


En la cara de los otros policías se notaba el descontento por no habernos descubierto primero. Los que nos tenían consigo nos mostraban como un botín con el que iban a resolver el resto del mes, el trofeo de ascenso, el orgullo para sus jefes, el traslado a otro cuerpo policial de mayor importancia. Los que no, nos veían como hienas que lamentan que el león hubiera llegado antes, pero con la boca ansiosa esperando que el que estaba por encima en la pirámide alimenticia terminara de comer, para ellos por lo menos roer el hueso en un puesto policial más adelante.

Tres semanas antes, un gran amiga me anunciaba que había resuelto cómo irse del país. Yo, en shock, tragué saliva y le deseé lo mejor. Ella y yo ese año nos habíamos puesto de acuerdo para irnos juntos, en ver cómo salíamos de este peo y entre apoyos, apostillas y palancas para pasajes aéreos habíamos montado un parapeto para irnos a vivir a Madrid. Todo se cayó cuando la aerolínea en la que nos íbamos redujo la cantidad de vuelos desde y hacia Caracas y eliminaron Cadivi estudiantil. La noticia de que Daniela había resuelto cómo irse me dio alegría y tristeza al mismo tiempo. Durante esos días de revoltijo emocional me escribió otra amiga, Carolina, una paisa que había conocido en Malta, invitándome a conocer Medellín. Yo, en búsqueda de oportunidades, de explorar más ciudades, de conocer mundo, de ver a Caro y de sacarme el despecho emocional, le dije que sí.

Durante aquellos días, me puse a probar la aplicación de Couchsourfing y conseguí a un danés varado en un hotel de mala muerte en la avenida Baralt que tenía que estar en Caracas unos pocos días. Resulta que Andreas andaba en un viaje de un año por Sudamérica. Había comenzado en Brasil y su segunda parada era Venezuela. Él, por la fama del país, había decidido quedarse sólo unos pocos días y conocer La Gran Sabana y Mérida. Pero estando en el Salto Ángel botó su tarjeta de crédito danesa, como pudo la reportó y le dijeron que se la enviaban al consulado danés más cercano: en Caracas.

El pobre danés que había decidido obviar Caracas en su tour, ahora tenía que ir a enfrentarla. Quiero decir que no fue sólo una suerte para él haberme conocido gracias a Couchsourfing, sino para mí también. Conocí a uno de los carajos más panas del universo.

Cuando Andreas resolvió el peo de la TDC se iba a Mérida justo días antes de que yo casualmente también fuera para allá en mi vía a Medellín. Nuestros itinerarios coincidieron en el cruce de fronteras. Yo iba a Mérida a pasar unos días en casa de un amigo y vería cómo me iba al aeropuerto Camilo Daza de Cúcuta; Andreas iba a pasar unos días en Mérida y de ahí veía cómo cruzaba la frontera con Colombia para ir de alguna manera a Santa Marta.

En el terminal de Mérida nos dieron dos opciones para llegar a Colombia: 1. Un bus hasta El Vigía y luego otro bus a Cúcuta y 2. Un bus hasta San Cristóbal y luego un taxi hasta Cúcuta. Una amiga en Caracas me había recomendado la segunda opción por ser más segura y, vamos, yo andaba viajando con un extranjero, así que llamé al Sr. Romer, un taxista de la frontera, y cuadré la carrera con él a las 7am desde el terminal de autobuses de San Cristóbal.

Después de una larga noche, a eso de las 6 de la mañana Andreas y yo decidimos comernos un pastelito andino en el terminal de autobuses de San Cristóbal, de esos que tienen más arroz que carne, cuando un policía de metro y medio nos gritó: “¡Gringos!, ¡alto ahí!”

Andreas, por suerte, tenía un buen nivel de español. Así que pudo entender el comando del policía: “Miren, gringos, pasaporte vigente en mano”.

–¿Adónde se dirigen, ciudadanos? –Yo pensé que decirnos “gringos” y después “ciudadanos” era una contradicción, ¿para eso nos pedía las cédulas, no?

–Vamos a Cúcuta. Al aeropuerto. Vamos a tomar un avión esta tarde. –Le dije tomando la iniciativa, con acento margariteño y cédula en mano, para que dejara la mariquera de decirme “gringo”.

–Le pedí su pasaporte. No su cédula. ¿O que usted es extranjero y está ilegal aquí? –Pensé: “¡Guevón! Es imposible que sea extranjero si te saco la cédula, majcareverga”. Y saqué mi pasaporte. –Ok, muy bien, vamos un momentico a la caseta para revisarlos.

Después de eso, el policía enano hizo señas a otro policía más alto que estaba metiéndose un papelón con limón en una esquina y no se había dado cuenta del show. Mientras caminábamos hacia la caseta, otros policías que andaban por ahí ponían cara de tristeza, como si se hubieran perdido el botín del siglo, mientras que nuestros policías alto y enano tenía una cara sonriente y nos exhibían como si esa tarde fueran a recibir un ascenso.

En la caseta de policía nos revisaron todo. Abrieron nuestras maletas por ser culpables del crimen de viajar. El ambiente estaba tenso. Yo que había pasado dos semanas tratando de que Andreas sintiera que era un país de pinga, con gente de pinga, lugares de pinga, se me había cagado la vaina con estos huevones revisándonos a una hora de distancia de Colombia. Así que intenté lo imposible: romper el hielo.

-Dígame la verdad, ¿dónde metió la marihuana?

-Coño, mi pana, yo no fumo y este pana tampoco, de pana estamos viajando por tierra porque es más barato.

-¿De pana? Dígame la verdad. No le voy a hacer nada. –Dijo con su súper gocho acento.

-De verdad, somos chamos sanos. ¿Tú sabes cuántos años tiene este catire?

-¿Cuántos, a ver, dígame?

-21. Recién cumplidos.

-¡Aaaay, pero no puede ser! Si está como grandote. Mire que le voy a buscar a alguien de la misma edad que él, pero más alto.

Y se apareció con este policía más enano aún.





Después de joder como media hora mientras nos dejaban meter todo en nuestras maletas otra vez, casi que no nos pusimos a beber cervezas con ellos porque eran las 8am. Durante el rato aparecieron otros policías a comparar las estaturas de Andreas y la del policía enano y a averiguar cuántos dólares nos habían sacado.

-Nada. –Le dije a un carajo que fue demasiado boleta preguntando– No teníamos una verga. Somos la gente buena.

-Ah, bueno, la gente como usted es la que hace falta para construir este país –Dijo el bicho que me quería matraquear.

Así, a los minutos terminamos en la entrada del terminal de San Cristóbal otra vez, escoltados por una mujer policía y gocha que tenía todo el paquete para una digna escena de película porno que nos dijo: “Papitos, ¿pero me puedo ir yo con ustedes para Colombia? Así me dan un paseíto y vemos qué pasa. Y ya van a ver, nadie los va a parar más, porque la que los va a tener parados a ustedes soy yo”.


Y así fue. Luego de su propuesta que rechazamos porque "no cabía en el taxi", nadie nos paró más y llegamos a Cúcuta.



Soledades

Descansábamos cada uno en un chinchorro después del almuerzo, antes de volver a nuestra faena diaria. Papá volvía entonces a la plaza a trab...