martes, 6 de enero de 2015

La primera vez que usé el seguro


Cuando me caí para escoñetarme las costillas fue arrechísimo y doloroso. Lo primero que hice fue voltearme bocarriba. Había caído de frente esplatanado como si fuera a zambullirme en el concreto. Las manos no llegaron a tiempo para absorber el golpe y los raspones. Mi pecho rebotó con el piso como si fuera un balón de baloncesto. Al voltearme, el dolor llegó después de la primera inhalación. Sentía que no tenía aire y que no podía llenar mis pulmones. Una sensación de apretujamiento recorría todo mi pecho y el dolor impedía que pudiera gritar o apenas emitir un sonido. Mis piernas las tenía arriba; sentía la necesidad de subirlas. Capaz quería inconscientemente que la sangre se me fuera al pecho a ver si se me escurría por algún lado. Me revisé con la mirada y sólo encontré un raspón en el codo izquierdo. De frente venía un carro. Antes de la caída vi que venía rápido, a toda velocidad, pero cuando me caí la redujo. Me pasó al lado, lento como un barco que zarpa y cuyos tripulantes se despiden de quienes siguen en el puerto. Los carajitos que iban en el asiento de atrás casi sacaron la mano para saludarme. El chofer y la copitolo sacaron sus cabezas a ver si había muerto o si me había roto algo interesante. Me miraron como miran las doñas del pueblo a todos los que van pasando frente a su casa. Como el espectáculo no fue suficiente, siguieron sin detenerse: sin decir nada insatisfechos de mi cuerpo retorcido.

En los años 80 mi papá era el mejor corredor de seguros de Venezuela. Tanto así que le dieron una placa. Recuerdo una vez, muchos años después, que me asomé en su cuarto y vi un cuadro grande en el que se podía ver su nombre repetidas veces después de cada año y al lado “GANADOR”. Sí, mi papá fue el campeón de los seguros. Prácticamente no había más nadie en Margarita, cuya póliza no viniera bendita de antemano. Tanto así que en Porlamar era una leyenda entre los comerciantes. Decían que si te asegurabas con Lárez, nunca le iba a pasar nada a tu negocio, ni un terremoto iba a generar pérdidas involuntarias en tu mercancía. En Tierra Firme se corría el rumor sobre mi padre. Los mejores corredores de Caracas no entendían cómo alguien podía vender tanto en una isla que no pasaba las cuatrocientas mil personas. A mi papá lo llamaban para hacer pólizas en Carúpano, en Cumaná, en Caripito, Caripe, Güiria, Puerto La Cruz, Barcelona, Guanta, Píritu y hasta en El Tigre fue una vez a asegurar a un turco o árabe de esos de Juan Griego cuya amante vivía en aquel pueblo. Así de grande era la fama de mi padre, y sin embargo, como dice el dicho “en casa de herrero, cuchillo de palo” la primera vez que tuve seguro fue a los 25 años cuando pude ahorrar para pagármelo yo mismo.

Tengo la dicha de gozar de buena salud. Casi nunca he tenido que ir a una clínica a revisarme algo, ni tampoco he pasado nunca la noche en un hospital en toda mi vida. Así que era de esos que piensan que pagar un seguro médico es una de esas cosas innecesarias en las que a esa gente que es súper precavida, estresada por el universo y planificada le gusta desperdiciar su tiempo (y dinero).

A pesar de mi buena salud, cuando era chamo fui al ambulatorio de Salamanca varias veces por asma. Recuerdo que eso se me curó solo con el tiempo. Mi mamá siempre dice que las enfermedades son un peo emocional y el asma me dio en plena pubertad. Siempre lo relacioné con eso. Apenas ya tuve pelo en el pecho y en las bolas empecé a respirar bien y el asma así como mis idas al médico desaparecieron pa-ra-siem-pre.

La vaina de pagar el seguro fue idea de mi flatmate en Caracas: que hay que ser precavido, que uno nunca sabe, que mejor invertir esa platica y no tener que lamentar, que párale bolas, que tú no eres un súper héroe, que, marico, no te cuesta nada. Y tanto me dio que al año de estar viviendo con ella le hice caso y lo pagué. Al mes de eso, había una ambulancia frente a mi casa en Margarita, y volteado bocabajo estaba pegando gritos de dolor.

Ambulancia en Paraguachí


Un par de días antes, mi hermana y yo estábamos en el Sambil babeados frente a unos patines en línea. Casualmente quedaban dos y justo de nuestras tallas. Lo vimos como una conspiración divina: nada podía ser tanta casualidad en esta vida. En la noche, cuando llegamos a casa hicimos los mil planes de cómo íbamos a usarlos. “Listo, hermana, mañana nos vamos a la playa en patines. Esos nos los ponemos, les damos chola y ya, palante”. Yo me imaginaba patinando tipo tranquilo. Imaginaba que todo el rollo de patinar era algo similar a darle en bicicleta pero más fácil. “¿Quién no se sabe parar en ocho ruedas y darle palante?” Eso era todo. Un par de amigas me habían invitado hace unos meses a patinar en Los Próceres y en La Cota Mil diciéndome que por allá alquilaban los patines y alegaban no tener mucha experiencia en el asunto. Basado en aquello compré mis patines en línea a precio viejo en El Sambil.

A la mañana siguiente, me desperté como si fuera a abrir los regalos de San Nicolás. Mi hermana llevaba dos horas patinando en la sala de la casa y ya se había dado una caída leve. “Te quiero ver poniéndote los patines”, dijo toda burlona.

La última vez que había patinado había sido probablemente hace unos 15 ó 16 años. En aquellos días las calles de Paraguachí estaban más pulidas que ahora y uno salía a estrenarse severendo regalo el 25 de diciembre junto a los vecinos quienes también habían recibido aquel trofeo para los pies. De aquel 25 de diciembre en adelante me había quedado en la memoria que yo sabía patinar y que probablemente me había caído con alguno que otro raspón más o menos suave.

Antes de salir a la playa con mi hermana, practiqué varias veces en el garaje de mi casa y en la sala. No me iba tan bien como parecía, sin embargo quise arriesgarme. Ellla dijo que le parecía más sabio que saliéramos sin patines y que cuando viéramos una calle más pulcra que la de nosotros en Paraguachí nos los pusiéramos.

Caminamos hasta El Cardón y a la altura de Fritín me puse los patines. Mi hermana se quedó atrás con mi mamá y mi padrastro viendo. Ella se los iba a poner después. Arranqué confiado. La calle era muchísimo más suave que la que estaba en Paraguachí. Se patinaba bien y suave. Aumenté la velocidad. Me sentía como si volara. Era una sensación increíble. Sentía cómo los patines me deslizaban con rapidez y cómo la adrenalina me subía por la espalda, el cuello y hasta la cabeza. Le di más duro. Mi mamá decía desde atrás “¡hijo, sí que sabes patinar!”. Yo quería lucirme, así que le di más y más duro hasta que vi a lo lejos un carro que venía de frente a toda la velocidad. Quise frenar y no supe. Levanté el pie derecho para apretar contra el piso el taloncito que trae de freno el patín y no funcionó. Traté de manejar de forma curva para frenar y tampoco funcionó. El carro se acercaba de frente a gran velocidad. Me desesperé. No quería que me chocaran en mis primeros segundos sobre mis nuevos patines. Intenté agarrame de algo en el aire como si los alambres para guindar la ropa de mi garaje estuvieran disponibles en todas las partes del mundo mientras yo patinaba. No había nada. Después intenté frenar con las ruedas, metiéndolas de golpe para impedir que siguieran girando y me fui de boca.

A los quince minutos me levanté. Mi mamá me preguntó que si me iba a quitar los patines o que si le iba a seguir dando. El dolor se había ido casi por completo. Pensé que no había pasado nada, que se me había salido el aire de los pulmones y ya. Así que me quedé con los patines y llegué a Playa Puerto Abajo con ellos. De regreso a Paraguachí sí le di a pie. Soy de esas personas que después de que tocas la arena de la playa les cuesta volver a su estado natural si no han pasado por la ducha.

A la mañana siguiente, el dolorcito que tenía en el pecho se hizo más fuerte. Tomé un Ibuprofeno con relajante muscular por recomendación de mi mamá. “Ese debe ser el golpe, hijo, no fue poca cosa”. A las ocho horas volvió el dolor y continué con las mismas pastillas. Al otro día pasó lo mismo, pero con un dolor más fuerte aún. Le conté a mi mamá y se asustó toda, llamé a mi flatmate en Caracas y me preguntó que cómo se sentía. Le dije que me dolía cuando respiraba y cuando me movía, de resto era como si algo allí me latiera. “Tienes las costillas fracturadas”, me dijo. Me explicó que no es algo que se sienta y que las costillas no es una cosa que me pudieran enyesar, que me tocaba un reposo parejo y fastidioso. “Llama a tu seguro”. Y tuve que darle las gracias.

Me mandaron una ambulancia para la casa cuando ya estaba agonizando de dolor. “Voltéate chamo”, dijo la enfermera que entró a mi cuarto cuchicheando con otro enfermero. Me agarró una nalga sin manoseármela y me pasó antiinflamatorio y analgésico. Desde los 8 ó 10 años no me inyectaban en las nalgas. No recordaba lo doloroso que era. Casi que dejé de sentir dolor en el pecho y sólo podía pensar en el dolor en las nalgas. Cuando pude incorporarme y me volteé vi al enfermero que acompañaba a la que me había inyectado. Su cara se me hacía familiar. Él, cuando se dio cuenta de que lo estaba mirando, agachó la cara y quiso apurar el paso. Llamé a mi mamá. Pensé que quizá se estaba robando algo. “En estos tiempos en Venezuela, hay que tener cuidado de hasta los enfermeros que llegan por el seguro”, pensé. (Después pensé que qué bolas mi pensamiento, si yo jamás había tenido seguro, cómo iba a saber cómo eran estos carajos). Cuando llegó mi mamá, el tipo no se puso más nervioso, más bien se puso a hablar con ella para evitarme.



“Entonces, no me robó nada del cuarto”, pensé.

Para salir de dudas, abrí mi boca y tratando de olvidar el dolor en las nalgas le dije: −¿Pana, yo a ti te conozco de algún lado, verdad?−. El enfermero soltó a mi mamá y asintió avergonzado. La enfermera lo vio y se tapó la boca para no reírse.

−Si, chamo. Yo era el que iba manejando el carro cuando te caíste.


Soledades

Descansábamos cada uno en un chinchorro después del almuerzo, antes de volver a nuestra faena diaria. Papá volvía entonces a la plaza a trab...