viernes, 1 de diciembre de 2017

El asiento vacío

A mi lado estaba todavía vacío. El cojín no tenía un trasero en su cara; el respaldo no sufría con la transpiración de alguna espalda peluda, ni tampoco había algún molesto brazo derramado sobre reposabrazos compartido con mi asiento.

Se veía feliz y brillante. Evocaba esa misma alegría que emanan los sofás de tiendas cuando les ponen un “prohibido sentarse” encima.

Me levanté para probarlo. Me resultaba apetecible sentir su contacto con mis nalgas y ser la primera en disfrutar el placer de calentarlo: unidos descenderíamos por milisegundos, mientras el aire saldría y el frío de su cuero virgen tocaría el jean de mi falda y la piel de la parte de atrás de mis rodillas.

Cuando lo vi desde arriba para sentarme, me di cuenta de que presumía su felicidad con mi asiento. Entonces me detuve y acerqué la mirada. Mi sombra lo opacó y el asiento vacío me miró inexpresivo, como queriendo decirme que no me atreviera a sentarme porque lo molestaría.

Me di cuenta de que era un gruñón y que no me merecía. Ya había cometido suficientes errores así en la ciudad. Así que le hundí mi mano y le saqué el aire repetidas veces. Sus exhalaciones fueron largas y chillonas. Me entretuvieron, pero no fue suficiente castigo a pesar de que la cara del cojín seguía opaca: ahora furiosa. Así que prendí la luz para calentarlo.

Con esto volvió a brillar y a mostrarse alegre, vívido. Enfurecida por su alegría me levanté para sentarlo de una vez por todas. Pero una aeromoza que pasaba me mandó a mi puesto y a usar el cinturón. El asiento se regocijó y expresó exhalaciones burlonas cuando lo castigué antes de que dieran las instrucciones de seguridad.

Él –feliz por mi fracaso– brilló más que nunca.

Justo antes de despegar volvieron a abrir la puerta. Entró un hombre un poco gordo y sudado: venía corriendo porque casi perdía el vuelo. Iba para el asiento vacío.


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Apagó la luz que permanecía encendida y luego posó su culo sobre el asiento que antes estaba vacío. Su última exhalación fue de arrepentimiento. Yo disfruté el sabor de la venganza hasta que el hombre ya dormido derramó su brazo sobre reposabrazos compartido hacia mi lado.

Soledades

Descansábamos cada uno en un chinchorro después del almuerzo, antes de volver a nuestra faena diaria. Papá volvía entonces a la plaza a trab...