lunes, 3 de marzo de 2014

Ansiedad de Jonás

Un amiga me contó que su mejor amiga había conocido a su marido por Instagram. No le pregunté cómo había sido, pero imaginé lo obvio: él le dio like a una foto. Ella lo agregó y le dio like a otra. Luego empezaron a comentarse las fotos. Luego le dieron like a fotos viejas en traje de baño. Luego comentaron las fotos viejas en traje de baño. Se mandaron un mensaje privado con sus números de teléfono. Luego se escribieron. Se llamaron por teléfono. Se llamaron por hangouts. Comieron juntos. Se besaron. Tuvieron sexo. Se empataron. Vivieron juntos. Se casaron.

Fue así que me imaginé a mí mismo en una situación similar en donde repartiendo likes a diestra y siniestra encontraba al amor de mi vida. Ese mes, mi plan de navegación del teléfono duró muy poco.

Con el tiempo olvidé el asunto y me cansé de buscar a la persona ideal por Instagram. Fue difícil darme cuenta de que la relación idílica de la amiga de mi amiga había sido una gran casualidad. Así fue que me sentí derrotado y quise seguir adelante. Hice un curso de cocina vegetariana, un curso de alemán y tomé clases de paracaidismo. Mi plan era invitarla a comer a mi casa; invitarla a conversar en alemán a mi casa o invitarla a saltar del mismo paracaídas que yo. Lo intenté; me divertí mucho, pero allí tampoco conocí a nadie que me otorgara la reciprocidad que estaba buscando; sin embargo la derrota no había sido mayor a la anterior: ahora sabía hacer pastel de chucho con soya, le había perdido el miedo a las alturas y sabía el significado de Du hast.

La siguiente etapa fue entregarme al alcohol: la salida fácil. Empecé a ir a bares con un par de viejos amigos que había dejado con la universidad. Ellos, solteros y treintones como yo, estaban en la búsqueda de féminas quizá con un propósito diferente al mío, no obstante eso me bastaba como excusa para salir a cazar con ellos. Mi estrategia aquí era la siguiente: Emborracharme. Emborracharla. Hablar fluidamente sin inhibiciones. Hacer que se enamorara de mi espontaneidad. Darle un beso. Meterle mano. Invitarla a mi casa. Acostarme con ella. Pedirle el empate a la semana. Decirle que es el amor de mi vida. Casarme con ella.

Esto funcionó. La segunda vez que salí con los chicos conocí a Juana. Ella llamó mi atención y me emborraché. Fui a hablar con ella. La emborraché. La besé. La invité a mi casa. Tuvimos sexo. Le escribí una semana después. Le dije que era el amor de mi vida. Nos empatamos. Nos casamos.

Juana era una hija única de padres divorciados. Antes de nuestro matrimonio se repartía los días de la semana en la casa de su padre y su madre. Juana era adicta al control, a hacer las relaciones tóxicas, a escudarse en sus problemas con alguien y era una manipuladora experta. Juana era morena y esbelta. Tenía una sonrisa que contaminaba la razón y una mirada penetrante color ámbar que nublaba cualquier juicio lógico. Juana era lo que yo quería.

Duramos tres años. Desde que me casé sabía que había algo que no estaba bien. Me di cuenta de que yo no había querido estar solo. Y estaba buscando aferrarme a alguien para distanciarme de mi problema. Me eché la culpa. Ella se fue con un canadiense con un yate. Destruyó mi ego increíblemente. Escupió mi virilidad; mis ganas de compartir.

Pasé un año y medio solo. Sin relaciones. Me pagué un par de putas cuando el cuerpo me pedía sexo. El resto del tiempo lo quemé haciéndome la paja con Internet. Salí con amigos. Nos emborrachamos y varias mujeres se me acercaron. Las rechacé. Rechazaba cualquier compromiso: cualquier contacto. El sólo hecho de que me desearan me disgustaba. Sentía que, con el primer contacto, me decían con sus ojos que tenía que complacerlas. Eso me hacía sentir que las decepcionaba y por eso me encerraba más. Me quedé ese año con mi porno y mis putas; mi trabajo y unos cuantos libros de autoayuda de esos que regalan las tías en navidad para el autoestima.

Al año y medio conocí a Tatiana. Yo no buscaba conocerla. No estaba buscando nada. Al salir del trabajo, me encontré con un anuncio en una cartelera de la oficina. Decía que una compañera de labores tenía a su perro muy enfermo, que un veterinario había realizado una mala praxis, que ella había gastado todo su salario y todos sus ahorros en él. En el letrero había un número de cuenta. No había ninguna foto de Tatiana: sólo de "Camy", el perro. Hice una transferencia de un monto modesto, como seguro la hicieron otras personas. El resto de la noche lo pasé metido en Facebook. Hablé con algunos viejos amigos mientras creaba algunas listas de reproducción online. Cuando ya no pude más, me fui a dormir.

Esa noche soñé que mi perro se enfermaba y unos amigos me ayudaban a llevarlo al veterinario. Luego, mi perro se curaba y le salían alas. Entonces podía ir al trabajo volando sobre mi perro. Me desperté cuando de camino al trabajo, mi perro se saltó una luz roja de una especie de semáforo en el aire y chocó con otro perro volador. El choque había sido tan estrepitoso que caí al pavimento. Me desperté con el vértigo de la caída.

Abrí los ojos. Tomé el celular. Tenía 10 notificaciones. Una de ellas no identifiqué en un primer momento: era un email de una Tatiana A. Giménez Q.:
"Hola, Jonás, ¿cómo estás? Gracias por ayudar a Camy. Ella y yo estamos muy agradecidas contigo ♥.
Besos.
Tatiana."

 Vi el reloj: 7:00 am. Me limpié las lagañas. Me cepillé. Le respondí cualquier vaina:
"Tatiana. Un gusto en conocerte. Pensé que Camy era un macho, ja ja ja. Lo que hice no es nada. Yo tengo 6 perros y sé lo que se siente tener a uno mal.
 Un abrazo.
Jonás."
 Ella me respondió al minuto: que Camy era de Camila, que para ella significaba muchísimo mi ayuda y que estaba muy agradecida. Yo le respondí otra cosa mientras desayunaba. Ella me escribió otra. Ahí empezamos a entablar una conversación epistolar que duró 12 horas o más: pasamos de perros a películas, de películas a libros y de libros a viajes. Luego hablamos de momentos perfectos, de felicidad, de compartir, de la vida y del amor.

Me volví a sentir pleno, sentí que me había vuelto a encontrar conmigo mismo y que había encontrado a alguien para compartirlo al mismo tiempo. Sentí que quería estar con Tatiana, que quería hablar con ella más, que quería compartir con ella más.

Al día siguiente no le escribí. No quería hacerla sentir que estaba desesperado. Me aguanté, me hice mil fantasías acerca de un futuro nosotros y tracé un plan: Le escribo por correo mañana y le pido el número. Luego le mando mensajitos. Luego la llamo. La agrego a Facebook. La invito a cenar. La invito a mi casa. Le pido el empate. Me caso con ella.

Fue así que me armé de valor y le escribí no al día siguiente, sino que esperé un día más por la tarde:
"Hola, Tatiana. ¿Qué tal estos días Camy?
 Un abrazo.
Jonás"

Esperé. Vi el celular. Vi el techo de mi habitación. Saqué la cabeza por la ventana. Vi el cielo. Me hice fantasías. Me acordé de mi perro con alas. Esperé. Me acordé de Juana y de la amiga de mi amiga que se casó porque conoció al marido por Instagram. Esperé más. Fui a trabajar. Volví de la oficina. Vi el teléfono. Revisé la configuración de mi correo. Me dormí. Pasaron los días. Pregunté por ella en el trabajo. Nadie sabía nada. El anuncio tampoco estaba en la cartelera. Le escribí otra vez. No tuve respuesta.

Me deprimí. Me acordé de las putas, del alcohol, de Juana, de las clases de alemán, de paracaidismo, de dar likes a Instagram de forma desesperada. En mi cuarto, vi la pantalla de la computadora. Revisé Facebook, Twitter e Instagram. Abrí mi blog. No publicaba desde año y medio. Me decidí a escribir la historia de un muchacho, de menor edad que yo. Menos solo: con más amigos. Este muchacho trabajaba en una oficina y leía el letrero sobre un hámster cuya dueña no tenía recursos para operarlo.

La dueña sí se había interesado en él, sí salieron, se enamoraron, se casaron y a los tres años se divorciaron. En su despecho, el muchacho salió con amigos, se emborrachó y le rompió el corazón a otra mujer. En su soledad después de año y medio probó ir a clases de francés, de snorkeling, de cocina japonesa...

Soledades

Descansábamos cada uno en un chinchorro después del almuerzo, antes de volver a nuestra faena diaria. Papá volvía entonces a la plaza a trab...