lunes, 27 de diciembre de 2010

Un cliché guayanés (breve de mi nacimiento)


Nunca nadie me dijo cómo había sido exactamente.

El parto estaba planeado para un día de enero. Todo el mundo esperaba que fuera un día ni tan cercano a los primeros del año, ni tan lejano para ser acuario. Supongo que mi madre sufrió una de esas alteraciones posviajes donde todo el organismo cambia porque no se encuentra en su hogar.

Yo vine a nacer en Ciudad Bolívar. Como hasta los 12 años pensé que era una mítica ciudad, por el salvaje Orinoco que dividía el territorio con el estado Anzoátegui; por el macizo, que según mi madre evitaba todos los terremotos en Guayana, y por la televisión por cable que no había llegado a Margarita.

Mi mamá había viajado para allá porque mi tía Xenia vivía ahí y acababa de tener a Javielito. Con él nació una rivalidad que dura hasta ahora. A veces somos tan iguales que a excepción de un dígito compartimos el mismo número de cédula y tan diferentes que no se sabe si somos primos, enemigos, hermanos o totales desconocidos. Él, de un parto normal, tenía un peso increíble, “nació bien alimentado”, había dicho el médico; mientras que yo, nacido una semana después, parecía un prematuro normal: “a la incubadora”, dijo el doctor.

Mi papá no se creyó la historia. “¿Un ochomesino el día de los inocentes? ¡Vayan a engañar a otro!”, dijo mientras estaba con algún amigo en Porlamar. Al final mi abuela llamó a mi abuelo, mi abuelo a mi papá y se creyó el cuento a medias. Cuando llegó a Ciudad Bolívar al día siguiente y me vio, descubrió que no era un chiste.

Para mi madre fue menos complicado. De verdad yo no di ningún indicio de nacimiento, supongo que no quería andar molestando a la gente. Es como una inyección; si te dicen “te van a inyectar mañana”, pasas toda la noche pensando en la puyada. Mientras que si no te dicen nada, te llevan al médico y, de repente, te sorprenden con una inyección, será menos traumático. Así fue para mi madre. Fregó los platos del almuerzo, se sentó en una cama a ver “Cambalache” por Televén y se dio cuenta de un charco extraño. Mi abuela que andaba por ahí le dijo que había roto fuentes y mi mamá no se lo creía. De verdad no sentía nada. Mi abuela dijo “vas a parir” y mi mamá “bueno, dile a Xenia que prenda el carro”.

Entonces, nací y mi papá no creía nada. La gente tiende a hacer bromas los 28 de diciembre. Yo nací ochomesino.

Con mi papá vino mi padrino. Mi padre tenía la costumbre de no abandonar a sus amigos, y ellos tampoco lo abandonaron a él. Era un momento de bonanza económica o por lo menos para los Lárez de Carapacho. Aunque mi padre siempre rotaba sus compañeros de camaradería, con el tiempo unos fueron quedándose y apareciendo cada cuántos años, otros, pocos, fueron leales y frecuentes hasta el día de su muerte.

Días después fueron a registrarme a la prefectura del Municipio Heres. Con una partida de nacimiento interesante, fui inscrito años después en un colegio donde la mayoría de mis compañeros eran inscritos con sus pasaportes suizos o alemanes o partidas de las prefecturas de Mariño, Baruta y Vargas. Gracias a Heres, pude presumir unos años.

No sé cómo fue la primera vez que sentí el calor de Margarita, pero fue ocho días después de mi alumbramiento, ya en 1989. Con los años fue creciendo una relación amor-odio con la isla. Se convirtió como en una madre a la que se deja por ir a la universidad en otra ciudad. Afuera la queremos y la extrañamos mucho y la llamamos por teléfono a cada rato. Pero basta que uno pase un mes bajo sus leyes para querer salir de su jurisdicción.

Así crecí en Margarita, en donde a veces presumí mi escasa guayanitud, pero luego, afuera, en tierra firme, siempre hable de mi margariteñidad. Sin duda una perla que me dio acento, léxico, calor e himno. Algo que no cambiaría.

Soledades

Descansábamos cada uno en un chinchorro después del almuerzo, antes de volver a nuestra faena diaria. Papá volvía entonces a la plaza a trab...