sábado, 3 de octubre de 2009

Bebé Gerber

Pensaba que era distinta porque estaba embarazada. Desde su puesto veía con envidia cómo se llevaban a sus amigas de Durazno, Pera y Manzana. Y ella, Guayaba, era la única que no era querida por los demás. Un día un niño la tomó, amagó que se la iba a llevar, pero cuando notó su embarazo la dejó de nuevo en el estante y no se dio cuenta de que la había dejado al revés. Ese fue el momento más feliz de toda su existencia, pero también el más triste, determinante. Al revés no podía comunicarse con sus amigas y era menos atractiva aún para la gente: se quedó aislada y sola. Por eso decidió despedirse de este mundo y abandonarlo todo. Así que hizo lo mismo que había hecho Mostaza aquél día: lanzarse al precipicio. En el instante en el que saltó recordó el momento de su embarazo, cuando en pleno camión desde la fábrica hasta el supermercado se golpeó con varios amigos, le entró un aire y empezó a abombarse. Todos dijeron que estaba embarazada. En el aire, mientras se aproximaba al suelo, se arrepintió de haber saltado; de que eso que llevaba adentro muriera con ella, aunque siempre tuvo sus dudas con respecto al embarazo, porque nunca se hizo una prueba.

Como estaba al revés cayó cabeza abajo y no quedó desparramada como Mostaza. Su tapa cedió con el golpe, ella dio media vuelta y giró en círculos por el piso, intacta, a su vez que todo el espeso líquido amarillo que tenía por dentro se le salió hasta que quedó vacía y se mantuvo esperando que lo que había parido le dijera “mamá”.

martes, 14 de abril de 2009

Los hippies brasileños y dos atracos caraqueñísticos en Margarita

"Margarita era un paraíso antes de que llegaran los caraqueños a invadirla".

Esa y otras frases parecidas son las que se escuchan en el día a día de un residente insular. En la actualidad, la población de la isla ha crecido impresionantemente; y no porque sus habitantes hayan decidido suprimir los condones y las pastillas anticonceptivas de sus compras, sino porque cada mes se mudan aproximadamente cincuenta familias de navegaos a la isla. Para los margariteños un navegao es sinónimo de caraqueño y si alguien se atreve a decir "burda" o "marico" inmediatamente es etiquetado como eso. Tampoco es que todos nosotros seamos unos discriminadores y odiemos a los caraqueños, ¡no, señor, para nada!, sino que a los margariteños nos gusta diferenciarnos un poco; más bien averiguar la vida de los demás y tener etiquetado nuestro gran pueblo, cual foto de facebook: el hijo de la mocha, el tiranero que vende pescaos, la hija de Maricruz que salió preñá a los quince, pero que ahora trabaja de secretaria en el hotel Portofino y que conoció a un gringo (de Holanda) que (d)i(z)que se la quiere llevar a trabajar allá (¿de qué?), el marico de Playa El Agua, el de Playa Parguito, el del Cardón, el de Lechería, el de Maturín que vive en Boquerón, el de Macanao que no se sabe si es gay o si solo trabaja en el kiosko con el alemán, el alemán, la pareja de franceses que conocieron Margarita dándole la vuelta a un globo terráqueo y justamente les quedó el meñique en la isla, Chuito, Chenta, el vendepollos, los chinos que venden más barato que Mercal, el caraqueño que se mudó la semana pasada, el otro caraqueño que se mudó la semana antepasada, el otro caraqueño que se mudó hace un mes, el que se mudó hace mes y medio, hace dos meses, hace tres meses, hace un semestre, el que tiene un año, el que tiene dos años, el que llegó hoy porque dijo que antes que Miami prefería huir de Chávez en Margarita (quizá este caraqueño cree que huye de Chávez en vez de los seis, y quizá mañana siete, por nuevo decreto presidencial, alcaldes de Caracas [ocho si agregamos al ministro de Interior y Justicia que tiene la policía y nueve con el Gobernador de Miranda] –Bogotá, Río de Janeiro, La Paz, Moscú, Teherán, y cientos de ciudades en el mundo tienen un solo alcalde–).


 

El asunto es que Margarita está llena de caraqueños y que pasó de ser la playa donde uno que otro gitano venía a bañarse después de pasar por Macondo a convertirse en un suburbio más de Caracas donde se llega en media hora (cinco veces más rápido que si usted trabaja en Chacao y vive en la Cota 905) si se pueden pagar los doscientos del pasaje en avión (puesto que es imposible para cualquier político venezolano –desde el gobernador de Nueva Esparta hasta el ministro de Obras Públicas– imaginar algún día un tren submarino que le evite la gastadera de plata a los navegaos que se van a pasear todos los fines de semana a Playa Parguito, pero que viven en un limbo extraño entre los municipios Maneiro y Baruta. O al pueblo mismo de Boca de Pozo que tiene un familiar en Anaco, Upata o San Pedro y que por razones de humanidad, estética, los derechos humanos y la paz mundial no debería montarse en el ferry que no se hunde porque el espíritu de Fucho Tovar no lo permite). Un margariteño de verdad ahora no sabe cómo etiquetar a la gente. Ahora cualquiera que sea del sur es, presumiblemente, caraqueño; en el Oeste la cosa es como en la Isla de Coche, como hace setenta años, pero con Venevisión y teléfonos; pura peladera de chivo, perros muertos, tres panaderías y un liceo público. En el norte, el bello norte donde todavía no hay banda ancha y en el cable no hay MTV, la caraqueñidad no ha llegado con tanta fuerza; aunque ya se empiezan a ver esas urbanizaciones blancótomas entre Paraguachí y Playa El Agua con tejas rojas y un seguridad aricaguero en el portón donde la gente que la habita no sabe qué es un Icaco, llaman a las aguamalas "medusas" y a los microbuses "camioneticas". Ya no se dice "Hijo er diablo", sino "woon". El margariteño pura sangre se está transformando en un sobreviviente, en un indígena a la llegada de Colón.


 

La inseguridad también es un problema nuevo en Margarita. En la Isla, como en el resto del país y quizá en Latinoamérica, las zonas seguras no son seguras porque haya policías, sino porque no viven malandros cerca. En Paraguachí, por ejemplo, roban una casa cada cuántos años. Todo el mundo sabe quién es el que robaba y cómo lo hace, ¿denuncialo?, ¿Pa qué? Si a los tres días lo suelta la petejota de El Tirano sin hacerle nada. El ladrón de Paraguachí es un viejo maricón y pedófilo que anda por ahí caminando con una botellita de anís y que duerme cerca de la plaza. Siempre anda con dos carajitos como de doce años que según mi mamá se coge porque las mujeres no quieren andar con viejos verdes y él a los carajitos les da plata. El viejo maricón se metió una vez y mi casa y se llevó todo lo que podía cargar en un saco y a pie: un microondas, un VHS, un televisor de trece pulgadas y la batidora. La computadora 486 que teníamos no se la llevó porque tenía un monitor muy grande. A los dos años se metió otra vez y se llevó la computadora, más nada. A la semana pusimos una reja en la puerta y ya son cinco años que no se ha metido a robar. Otro de los ladrones es el iguano, que vive al lado de la casa y jugaba pelotica de goma conmigo. Él no es ladrón, ladrón, pero si tiene chance se roba alguito, porque el iguano es medio flojo y no le gusta trabajar. Una vez teníamos dos chivos en la casa. Cuando estábamos dormidos se llevó uno. Al día siguiente mi padrastro puso el machete al lado de su cama y durmió con medio ojo abierto. Cuando escuchó una bullita de la chiva salió con el machete y vio al iguano a quince pasos de él con la chiva. Lo colió hasta la esquina y más nunca se metió en la casa. Al día siguiente toda La Tagua lo sabía, nos habíamos quedado sin chivos y no se podía hacer más nada: nosotros quedamos como sapos y el iguano como ladrón. Habíamos sido robados a la margariteña.


 

Según las malas lenguas y algunos reporteros del Diario El Caribazo. La culpa de la inseguridad creciente es de la tragedia de Vargas, según, y vuelvo a repetir, según las malas lenguas, la culpa es de un gobernador imbécil que dejó que metieran el poco de damnificados en la isla que, al no tener trabajo (Quién dijo que un caraqueño de la costa –güaireño– sabía pescar), se metieron a choros. Y es que en Margarita no se trabaja más que pescando, atendiendo tiendas en Juan Griego o Porlamar, montando una bodega (que están quebrando por culpa de los chinos, Mercal y Rattan –si no creen pregúntenle a Josinés en Salamanca–), siendo puta en Playa El Agua (más rentable que choro porque pagan –me dijeron– en Euros: dar culo también es digno) o hablando inglés. Entonces viene esta gente a esta islita que tiene más población que toda Islandia, pero con la economía quizá de Jamaica, a joder la paciencia. Eso es según las malas lenguas. Ahora, los sopotocientos mil caraqueños que se han mudados de Chávez pacá no son mala gente ni nada. Sólo que en vez de adaptarse a nuestras costumbres: a comprar en Conejero en vez de en El Sambil, de decir "¡Miiiii!" en vez de "Carteluo"; uno el margariteño ahuevoniao es el que se tiene que adaptar a sus costumbres, como a hacer cola en el centro de Porlamar porque no saben manejar (Y quiera Dios que usted no cometa una infracción de tránsito en Margarita, porque inmediatamente un terruño bajará su vidrio y le gritará a toda voz con saliva y todo "¡Caraqueñitoooo, aprende a manejá!").


 

La caraqueñidad en Margarita ha aumentado la inseguridad, porque como dije antes, las malas lenguas dicen que es por culpa de ellos, otros le echan la culpa al gobierno que es la oposición en la televisión y a la oposición que es el gobierno allá en Sudamérica.


 

Después de este ridículo y largo desahogo provocado por mi nostalgia insondable y marica quiero hablar sobre una profesión que no había visto en Margarita antes del Éxodo y que vi esta Semana Santa. Un día de playa, estando estacionados frente a una mata de uva de playa, en la picó del vecino en donde provoca cantar "vamos de paseo, en un carro feo, pero no me importa…", se nos acercó un "Cuidador de Carros". Siempre he admirado esta profesión desde que leí aquel relato donde Aníbal Nazoa decía que son la mezcla perfecta entre un limpiabotas y un seguridad nocturno. El señor, con toda la pinta de margariteño de la costa posible, dijo que nos había cuidado el carro, que esperaba algo. Por supuesto nadie tenía plata, porque nos la habíamos gastado en empanadas de Pabellón y cocos fríos, así que sólo le dimos un bolívar fuerte. El señor no podía refunfuñar, puesto que hacía de pedigüeño frente a nosotros porque un buen cuidador de carros, según Aníbal Nazoa, anuncia que va a cuidar en cuando la gente se estaciona, no cuando se va. El señor puso cara de arrechera, de que lo habíamos robado, de que su trabajo esforzado de mirar la arena y bucear caraqueñitas todo el día valía más que un bolívar fuerte de unos ingratos en una picó. Y yo lo dije muy arrogante, "¿acaso este pedazo de tierra es tuyo?". Y eso fue como si le hubiera dicho que cuidar carros era malo; pero yo no dije eso. Y el tipo sacó un rastrillo y nos iba a colear cuando le dijimos que se calmara. Entonces el señor explicó que él TODOS los días rastrilla ese pedacito de arena donde caben como doce camionetas y que eso es suyo. (Y yo pensé, bueno, viejo marico, me voy a meter en tu casa, la limpio dos veces y te cobro alquiler después, ¿te parece?) Y dijo con cara de dueño, de fariseo, de piticaraqueño (porque ellos sí le deban al pobre hombre una cara de Guacaipuro) que le ocupábamos un puesto. Sin caer en tentanciones nos fuimos y maldijimos en nuestras cabezas al margariteño piticaraqueño. En la noche, fuimos a una discoteca. Y como dicen por ahí, uno lo que hace en la tierra lo paga en el cielo, o en el infierno o cuando se muere; cuando llegamos a Kamy decidimos estacionar en la carretera (porque no había otro sitio para hacerlo ¡cómo extraño los parquímetros de Irene Saéz, vale!). Ahí estaba un Gorila muy, pero muy alto y papiao, tan imponente que parecía que estuviera buscando una hembra permanentemente para procrear, que nos dijo que si nos queríamos estacionar ahí teníamos que pagar veinte simones de los nuevos. "Todos están pagando, papá, si no vas a pagar te vas, porque si no, no sabes qué le va a pasar a tu carro" y nos señaló a unos títeres hambrientos de destrucción con palos y clavos que estaban detrás de unos ladrillos en una parte oscura tomando cerveza y contando una paca de dinero más grande que la de un autobusero, pero con puros billetes de la hermosa Luisa Cáceres y de osos frontinos. Cuando salimos, a las 3am, no había rastro de ningún cuidacarro. Tres carros dispersos a lo largo de la calle sonaban sus alarmas arrítmicamente y lucían sus hermosos parabrisas destruidos y sus cauchos espichados. "Robaron a toda la discoteca" pensé.

A los dos días atracaron a Carmelito, al estilo metro de Caracas en un autobús de la línea Porlamar-PlayaElAgua que agarramos en Paraguachí. "Camelito que me des dos simones pal pasaje". Y Carmelito sacó su cartera del bolso y me dio el dinero. Luego, sacó algo del bolso y su cartera no estaba.

¿Cómo controlar esos robos, cómo la policía iba a saber que esos cuidacarros iban a estafar a toda la discoteca? Es una tarea casi imposible, pero mi única e irreal, romántica e ilógica solución es la deportación. Si usted robó, estafó, lapeó (véase diccionario de Paraguachireñismos en Facebook) en exceso, se va de la Isla sin derecho a regreso. Ese mismo día unos guardias nacionales, que casualmente habían jugado béisbol con Francesco y Carmelito cuando eran carajitos, agarraron a dos brasileños –hippies– que estaban metiéndose un pase de marihuana en Parguito. ¿Qué les hicieron a los hippies después? Primero les quitaron la marihuana y la vendieron, segundo les quitaron la plata que tenían y tercero los liberaron en Margarita para que sigan jodiendo la paciencia. Y no llamaron a ningún consulado brasileño, ni a la embajada, ni a nadie. Si yo fuera un hippie latinoamericano y estuviera en Europa haría una cosa así, para conseguir un viaje gratis en avión directo y de regreso a mi patria; no para lo que hacen aquí. ¡Qué falta de creatividad, no jodan guardias!

Soledades

Descansábamos cada uno en un chinchorro después del almuerzo, antes de volver a nuestra faena diaria. Papá volvía entonces a la plaza a trab...